LAS PRECIOSAS RIDÍCULAS
de Jean Baptiste Poquelin "Moliére"
Comedia en un acto estrenada en París
en 1659
PERSONAJES
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LA GRANGE.
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DU CROISY.
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GORGIBUS, probo burgués.
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MADELÓN, hija de Gorgibus.
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CATHOS, sobrina de Gorgibus.
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MAROTTE, sirvienta de la preciosas ridículas.
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EL MARQUÉS DE MASCARILLA, criado de La Grange.
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EL VIZCONDE DE JODELET, criado de Du Croisy.
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PORTADORES DE LITERA.
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La escena, en París, en casa de GORGIBUS.
Acto único
Escena I
LA GRANGE y DU CROISY.
DU
CROISY.- ¿Señor La Grange?
LA GRANGE.- ¿Qué?
DU CROISY.- Miradme
un poco, sin reíros.
LA
GRANGE.- ¿Y bien?
DU CROISY.- ¿Qué
decís de nuestra visita? ¿Estáis muy satisfecho de ella?
LA GRANGE.- A vuestro
juicio, ¿tenemos motivo para estarlo los dos?
DU CROISY.- No del
todo, en verdad.
LA GRANGE.- En cuanto
a mí, os confieso que me tiene completamente escandalizado. ¿Se ha visto nunca
a dos bachilleras provincianas hacerse más desdeñosas que éstas
y a dos hombres tratados con más desprecio que nosotros? Apenas si han podido
decidirse a ordenar que nos dieran unas sillas. No he visto jamás hablarse
tanto al oído como hacen ellas, bostezar tanto, restregarse tanto los ojos y
preguntar tantas veces: «¿Qué hora es?» No han contestado más que sí o no a
todo cuanto hemos podido decirles. ¿Y no confesaréis, en fin, que aun cuando
hubiéramos sido las últimas personas del mundo, no podía tratársenos peor de lo
que lo han hecho?.
DU CROISY.- Paréceme
que tomáis la cosa muy a pecho.
LA GRANGE.- La tomo,
sin duda, y de tal suerte, que quiero vengarme de esta impertinencia. Sé lo que
ha motivado ese desprecio. El estilo precioso no solo ha infestado París, sino
que también se ha extendido por las provincias, y nuestras ridículas doncellas
han absorbido su buena dosis. En una palabra: sus personas son una mezcolanza
de preciosas y de coquetas. Ya veo lo que hay que ser para que le reciban a uno
bien; y si me hacéis caso, les prepararemos una jugarreta que les hará ver su
necedad y podrá enseñarles a conocer un poco mejor el mundo.
DU CROISY.- ¿Y cómo,
pues?
LA GRANGE.- Tengo
cierto criado, llamado Mascarilla, que pasa, en opinión de muchas gentes, por
una especie de cultilocuente, pues no hay nada más asequible hoy en día que la
cultilocuencia. Es un maniático a quien se le ha metido en la cabeza alardear
de hombre distinguido. Se precia, por lo regular, de galante y de poeta, y
desdeña a los otros criados, hasta llamarlos bestias.
DU CROISY.- ¿Y qué
pretendéis que haga?
LA GRANGE.- ¿Qué
pretendo que haga? Es preciso... Mas salgamos antes de aquí.
Escena II
GORGIBUS, DU CROISY y LA GRANGE.
GORGIBUS.-
Qué, ¿habéis visto a mi sobrina y a mi hija? ¿Marcha bien el negocio? ¿Cuál es
el resultado de esta visita?
LA GRANGE.- Eso es
cosa que podréis saber mejor por ellas que por nosotros. Todo cuanto podemos
deciros es que os expresamos nuestro agradecimiento por el favor que nos habéis
dispensado y seguimos siendo vuestros muy humildes servidores.
DU CROISY.- Vuestros muy
humildes servidores.
GORGIBUS.- (Solo.)
¡Oiga! Parece que salen disgustados de aquí. ¿De dónde podrá provenir su
descontento? Hay que enterarse de lo que es, ¡Hola!
Escena III
GORGIBUS y MAROTTE.
MAROTTE.- ¿Qué
deseáis, señor?
GORGIBUS.- ¿Dónde
están vuestras amas?
MAROTTE.- En su
aposento.
GORGIBUS.- ¿Qué
hacen?
MAROTTE.- Pomada para
los labios.
GORGIBUS.- Ya es
demasiado unto; decidles que bajen.
Escena IV
GORGIBUS, solo
GORGIBUS.- Esa
bribonas paréceme que tienen ganas de arruinarme con su pomada. No veo por
todas partes más que claras de huevo, leche virginal y mil otros chismes que no
conozco. Han consumido, desde que estamos aquí, la grasa de una docena de
cerdos, cuando menos, y vivirían cuatro criados, a diario, con las pezuñas de
carnero que emplean.
Escena V
MADELÓN, CATHOS y GORGIBUS.
GORGIBUS.- ¿Es muy
necesario, realmente, hacer tanto gasto para engrasaros el hocico? Decidme, por
favor: ¿Qué habéis hecho a esos caballeros que los he visto salir con tanta
frialdad? ¿No os había recomendado que los recibierais como personas a quienes
quería yo daros por maridos?
MADELÓN.- ¿Y qué
estima, padre mío, queréis que hagamos de la conducta irregular de esas gentes?
GORGIBUS.- ¿Qué
tenéis que decir de ellas?
MADELÓN.- ¡Linda
galantería la suya! ¡Cómo! ¿Empezar lo primero por el casamiento?
GORGIBUS.- ¿Y por
dónde quieres entonces que empiecen? ¿Por el concubinato? ¿No es una conducta
de la que tenéis motivo para estar satisfechas, y tanto vosotras dos como yo?
¿Hay nada más de agradecer que eso? Y ese lazo sagrado al que aspiran, ¿no es
prueba de la honradez de sus intenciones?
MADELÓN.- ¡Ah, padre
mío, lo que decís es propio del último burgués! Me avergüenza oíros hablar de
ese modo y debierais haceros enseñar el aire elegante de las cosas.
GORGIBUS.- No
necesito ni aire ni canción. Te digo que el matrimonio es una cosa santa y
sagrada, y que es obrar como gente honrada empezar por eso.
MADELÓN.- ¡Dios mío!
¡Si todo el mundo se os semejase, se acabaría muy pronto una novela! Bonita
cosa si Ciro se casara lo primero con Mandané y Aroncio contrajera casamiento,
sin dificultad, con Clelia.
GORGIBUS.- ¿Qué me
viene a contar ésta?
MADELÓN.- Padre mío,
aquí está mi prima, que os dirá igual que yo: que el matrimonio no debe nunca
llegar sino después de las otras aventuras. Es preciso que un amante, para ser
agradable, sepa declamar los bellos sentimientos, exhalar lo tierno, lo
delicado y lo ardiente, y que su esmero consista en las formas. Primero, debe
ver en el templo o en el paseo, o en alguna ceremonia pública, a la persona de
la que esté enamorado, o si no, ser llevado fatalmente a casa de ella por un
pariente o un amigo y salir de allí todo soñador o melancólico. Esconderá
cierto tiempo su pasión hacia el objeto amado, haciéndole, sin embargo, varias
visitas, donde no deje de sacar a colación un tema galante que espolee a las
personas de la reunión. Llegado el día, la declaración debe hacerse
generalmente en la avenida de algún jardín, mientras la compañía se ha alejado
un poco, y esta declaración ha de ir seguida de un pronto enojo, que se revele
en nuestro rubor y que aleje durante un rato al amante de nuestra presencia.
Luego, encuentra medios de apaciguarnos, de acostumbrarnos insensiblemente al
discurso de su pasión, de obtener de nosotras esa confesión tan desagradable.
Después de esto vienen las aventuras, los rivales que se atraviesan ante una
inclinación arraigada, las persecuciones de los padres, los celos cimentados en
falsas apariencias, las quejas, las desesperaciones, los raptos y todo lo
demás. He aquí cómo se ejecutan las cosas dentro de las maneras elegantes, y
con esas reglas, de las que no se podría prescindir en buena galantería. Mas el
llegar de buenas a primeras a la unión conyugal, hacer al amor tan solo al
concertar el contrato matrimonial y empezar justamente la novela por la cola,
os repito, padre mío, que no hay nada más vulgar que ese proceder, y me dan
náuseas sólo de pensar en eso.
GORGIBUS.- ¿Qué
diablo de jerigonzas estoy oyendo? Eso es, realmente, gran estilo.
CATHOS.- En efecto,
tío; mi prima da en el quid de la cosa. ¡El medio de recibir bien a gentes que
son completamente chabacanas en galanterías! Estoy por apostar que no han visto
nunca el mapa de la Ternura, y que los Dulces Billetes, las Atenciones
Delicadas, las Esquelas Galantes y los lindo Versos, son tierras desconocidas
para ellos. ¿No veis que su persona entera revela eso y que carecen de ese aire
que da a primera vista una buena opinión de la gente? Venir de visita amorosa
con una pierna toda lisa, un sombrero desprovisto de plumas, una cabeza de
cabellera irregular y una chupa que padece indigencia de cintas. ¡Dios mío!
¿Qué amantes son esos? ¡Qué sobriedad de atavíos y qué sequedad de
conversación! No se pueden soportar ni resistir. He notado asimismo que sus
valonas no son de buena procedencia, y que falta medio pie largo para que sus
calzas sean lo suficientemente anchas.
GORGIBUS.- Creo que
están locas las dos; no logro entender nada de esta jerga. Cathos, y tú,
Madelón..
MADELÓN.- ¡Oh, por
favor, padre mío. prescindid de estos nombres raros y llamadnos de otro modo!
GORGIBUS.- ¡Cómo!
¿Esos nombres raros no son los vuestros de pila?
MADELÓN.- ¡Dios mío,
qué vulgar sois! Uno de mis asombros es que hayáis podido tener una hija tan
espiritual como yo. ¿Se ha dicho jamás en estilo distinguido, Cathos o Madelón?
y no me confesaréis que bastaría con uno de estos nombres para desacreditar la
más bella novela de mundo.
GORGIBUS.- Escuchad:
basta solo con una palabra. No consiento en modo alguno que llevéis otros
nombres que los que fueron dados por vuestros padrinos y madrinas, y en cuanto
a esos señores de que se trata, conozco sus familias y sus bienes, y quiero que
os dispongáis a aceptarlos por maridos. Me canso de teneros a mis espaldas, y
la custodia de dos doncellas es una carga demasiado pesada para un hombre de mi
edad.
CATOS.- Por lo que a
mí se refiere, todo cuanto puedo deciros es que encuentro el matrimonio una
cosa completamente molesta. ¿Cómo puede sufrirse el pensamiento de acostarse
con un hombre totalmente desnudo?
MADELÓN.- Permitid
que respiremos un poco el alto mundo de París, adonde acabamos de llegar.
Dejadnos forjar a gusto la trama de nuestra novela y no apresuréis tanto su
final.
GORGIBUS.- (Aparte.)
No cabe duda, están locas. (Alto.) Repito que no entiendo nada de todas esas
pamplinas; quiero ser amo absoluto, y para cortar toda clase de discursos, o
estáis casadas las dos muy pronto, o, ¡a fe mía!, que seréis monjas; lo juro de
verdad.
Escena VI
CATHOS y MADELÓN.
CATHOS.- ¡Dios mío,
querida, qué clavada tiene tu padre la forma en la materia! ¡Qué obtusa es su
inteligencia y qué oscura está su alma!
MADELÓN.- ¿Qué
quieres, querida? Me abochorno por él. Me cuesta trabajo convencerme que yo
pueda ser realmente hija suya, y creo que, un buen día, alguna aventura vendrá
a revelarme un origen más ilustre.
CATHOS.- Sería muy de
creer, y tiene todas las apariencias de ello; en cuanto a mí, cuando me
contemplo...
Escena VII
CATHOS, MADELÓN y MAROTTE
MAROTTE.- Ahí está un
lacayo que pregunta si estáis en casa; dice que su amo desea venir a veros.
MADELÓN.- Aprended,
necia, a expresaros con menos vulgaridad; decid: «Ahí está un imprescindible
que pregunta si os encontráis en adecuación de estar visibles».
MAROTTE.- ¡Diantre!
No entiendo latín y no he aprendido como vos la filosofía en el Gran
Ciro.
MADELÓN.- ¡Impertinente!
¡No hay modo de sufrir esto! ¿Y quién es el amo de ese lacayo?
MAROTTE.- Le ha
llamado el marqués de Mascarilla.
MADELÓN.- ¡Ah querida
mía, un marqués! Sí; id a decir que se nos puede ver. Es, sin duda, un ingenio
que habrá oído hablar de nosotras.
CATHOS.- Seguramente,
querida.
MADELÓN.- Hay que
recibirle en esta sala baja mejor que en nuestro aposento. Aviemos un poco
nuestros cabellos, por lo menos, y mantengamos nuestra reputación. ¡Pronto!,
traednos aquí el consejo de las Gracias.
MAROTTE.- ¡Por vida
de...! No sé que animal es ese; hay que hablar en cristiano si queréis que os
entienda.
CATHOS.- Traednos el
espejo, ignorante, y guardaos mucho de mancillar su luna con la interposición
de vuestra imagen. (Vase.)
Escena VIII
MASCARILLA y dos PORTEADORES DE LITERA.
MASCARILLA.- ¡Hola,
porteadores, hola! ¡Vaya, vaya, vaya, vaya, vaya! Paréceme que estos bergantes
tienen el propósito de destrozarme a fuerza de chocar contra los muros y el
empedrado.
PRIMER PORTEADOR.-
¡Pardiez! Es que la puerta resulta estrecha. También habéis querido que
entrásemos hasta aquí.
MASCARILLA.- Ya lo
creo. ¿Querríais, ganapanes, que expusiera la robustez de mis plumas a las
inclemencias de la estación lluviosa y que fuera a hundir mis zapatos en el
barro? Vamos, quitad vuestra litera de aquí.
SEGUNDO PORTEADOR.-
Pagadnos, si os place, señor.
MASCARILLA.- ¿Eh?
SEGUNDO PORTEADOR.-
Digo, señor, que nos deis dinero, si gustáis.
MASCARILLA.- (Dándole
un bofetón.) ¿Cómo, pícaro, pedís dinero a una persona de mi calidad?
SEGUNDO PORTEADOR.-
¿Es así como se paga a la pobre gente? ¿Y vuestra calidad nos dará de comer?
MASCARILLA.- ¡Ah, ah!
¡Ya os enseñaré a conoceros! ¡Atreverse este canalla a burlarse de mí!
PRIMER PORTEADOR.-
(Cogiendo uno de los varales de la litera.) Vamos, pagadnos prontamente.
MASCARILLA.- ¡Cómo!
PRIMER PORTEADOR.-
Digo que quiero el dinero, sin dilación.
MASCARILLA.- Es razonable.
PRIMER PORTEADOR.-
Pronto, pues.
MASCARILLA.-
¡Diantre! Tú hablas como hay que hacerlo; pero el otro es un bribón que no sabe
lo que dice. Ten: ¿Estás contento?
PRIMER PORTEADOR.-
No; no estoy contento; habéis dado un bofetón a mi camarada, y... (Alzando su
varal.)
MASCARILLA.- Poco a
poco. Ten: ahí va, por el bofetón. Se consigue todo de mí por las buenas. Id y
volved a recogerme dentro de un rato para ir al Louvre y asistir a la entrada
del rey en el lecho.
Escena IX
MAROTTE y MASCARILLA.
MAROTTE.- Señor,
dentro de un momento vendrán mis amas.
MASCARILLA.- Que no
se apresuren; estoy aquí instalado cómodamente para esperar.
MAROTTE.- Ya llegan.
Escena X
MADELÓN, CATHOS, MASCARILLA y MAROTTE.
MASCARILLA.- (Después
de haber saludado.) Señoras mías, os sorprenderá, sin duda, la osadía de mi
visita; mas vuestra reputación os acarrea este mal negocio, y el mérito posee
para mí tan poderosos encantos, que corro tras él por todas partes.
MADELÓN.- Si
perseguís el mérito, no debéis cazar en nuestras tierras.
CATHOS.- Para ver
mérito en nosotras es preciso que lo hayáis aportado vos mismo.
MASCARILLA.- ¡Ah!
Alego falsedad en vuestra palabra. La fama pone justamente de manifiesto lo que
valéis, y vais a dar pique, repique y capote a todo cuanto hay de galante en
París.
MADELÓN.- Vuestra
deferencia lleva demasiado adelante la liberalidad de sus alabanzas, y mi prima
y yo nos guardamos muy bien de tomar en serio la benevolencia de vuestra lisonja.
CATHOS.- Querida,
habría que ofrecer sillas.
MADELÓN.- ¡Marotte!
MAROTTE.- Señora.
MADELÓN.- Pronto;
acarreadnos aquí las comodidades para la conversación.
(Sale MAROTTE.)
MASCARILLA.- Mas,
¿habrá, al menos, aquí seguridad para mí?
CATHOS.- ¿Qué teméis?
(Vuelve MAROTTE con un sillón y sale de nuevo.)
MASCARILLA.- Algún
robo de mi corazón, cualquier asesinato de mi franqueza. Veo aquí ojos que
tienen aspecto de ser muy malas piezas, de atacar a las libertades y de tratar
a un alma como el Turco al Moro. ¡Cómo, diablo! No bien se les acerca uno, se
ponen en mortífera guarda. ¡Ah! Desconfío, a fe mía. Y voy a poner pies en
polvorosa o exijo garantía burguesa de que no me harán ningún daño.
MADELÓN.- Querida
mía, es un carácter jovial.
CATHOS.- Ya veo que
es realmente un Amílcar.
MADELÓN.- No temáis
nada; nuestros ojos no tienen malos propósitos y vuestro corazón puede
descansar con tranquilidad en su probidad.
CATHOS.- Mas, por
favor, caballero, no seáis inexorable con este sillón que os tiende los brazos
hace un cuarto de hora; satisfaced un tanto el deseo que tiene de abrazaros.
MASCARILLA.- (Después
de haberse atusado la cabellera y dado unos toques a sus cañones.) Pues bien,
señoras mías, ¿qué decís de París?
MADELÓN.- ¡Ay! ¿Y qué
podríamos decir? Habría que ser antípoda de la razón para no confesar que París
es el gran mostrador de las maravillas, el centro del buen gusto, del ingenio y
de la galantería.
MASCARILLA.- Por mi
parte, afirmo que, fuera de París, no hay salvación para las personas de
probidad.
CATHOS.- Es un verdad
irrebatible.
MASCARILLA.- Está un
poco embarrado, pero tenemos la litera.
MADELÓN.- En verdad
que la litera es un atrincheramiento maravilloso contra las injurias del barro
y del mal tiempo.
MASCARILLA.- ¿Recibís
muchas visitas? ¿Qué ingenio os frecuenta?
MADELÓN.- ¡Ay! No
somos aún conocidas; mas estamos en camino de serlo, y tenemos un amiga
particular que nos ha prometido aportarnos aquí todos esos señores de la
Compilación de Obras Escogidas.
CATHOS.- Y a algunos
otros que nos han mencionado también como árbitros soberanos de las bellas
cosas.
MASCARILLA.- Yo
serviré vuestros deseos mejor que nadie; todos ellos me visitan, y puedo decir
que no me levanto nunca sin media docena de ingenios alrededor.
MADELÓN.- ¡Ah Dios
mío! Os quedaremos agradecidas hasta lo sumo si nos hacéis esa merced, ya que,
en fin, es preciso trabar conocimiento con todos esos señores si quiere una
pertenecer al gran mundo. Ellos son los que ponen en movimiento la reputación
en París, y ya sabéis que hay algunos cuyo solo trato basta para daros fama de
inteligente, aunque no hubiera otra cosa. Mas, por mi parte, lo que pienso,
especialmente, es que, por medio de esas visitas espirituales, se informa una
de ciertas cosas que hay que saber necesariamente, y que son esenciales a un
espíritu escogido. Con ellos se conocen a diario las pequeñas noticias
galantes, las lindas relaciones en prosa y verso. Se sabe a punto fijo que
aquel ha compuesto la más bella obra del mundo sobre tal tema; que tal otro ha
escrito la letra de tal aire; que éste ha hecho un madrigal sobre un goce; que
el de más allá ha compuesto unas estancias sobre un infidelidad; que el
caballero tal escribió anoche una sextilla a la señorita cuál, cuya respuesta
le ha enviado ella esta mañana alrededor de las ocho; que tal autor ha
formulado tal proyecto; que aquel otro está en la tercera parte de su novela, y
que éste tiene sus obras en las prensas. Eso es lo que da realce en las
reuniones, y si se ignoran es cosas, no daría yo un sueldo por el ingenio que
pueda tenerse.
CATHOS.- En efecto,
encuentro que es enaltecer el ridículo el que una persona se jacte de talento y
no sepa hasta la menor cuarteta que hace cotidianamente; y, por mi parte, me
sentiría altamente sonrojada en caso de que vinieran a preguntarme si había yo
visto algo nuevo y fuera negativa mi respuesta.
MASCARILLA.- En
verdad es afrentoso no ser los primeros en saber todo cuanto se hace; pero no
os inquietéis: quiero fundar en vuestra casa una academia del buen tono, y os
prometo que no se hará un solo verso en París que no sepáis de memoria antes
que todos los demás. Por mi parte, tal como me veis, me aplico a ello un poco
cuando quiero, y veréis circular por las bellas callejas de París, cual
muestras de mi estilo, doscientas canciones, otros tantos sonetos,
cuatrocientos epigramas y más de mil madrigales, sin contar los enigmas y los
retratos.
MADELÓN.- Os confieso
que me desvivo furiosamente por los retratos; no encuentro nada tan galante
como eso.
MASCARILLA.- Los
retratos son difíciles y requieren un profundo ingenio; y ya veréis algunos de
mi estilo que no os disgustarán.
CATHOS.- Yo, por mi
parte, adoro con frenesí los enigmas.
MASCARILLA.- Eso
ejercita el ingenio, y esta misma mañana he hecho cuatro, que os daré a
resolver.
MADELÓN.- Los
madrigales son agradables cuando están bien hechos.
MASCARILLA.- Son mi
habilidad especial, y me dedico ahora a escribir en madrigales toda la historia
romana.
MADELÓN.- ¡Ah! Será
realmente algo de una perfecta belleza; me reservaréis un ejemplar, cuando
menos, si la hacéis imprimir.
MASCARILLA.- Os
prometo reservároslos a cada una y de los mejor encuadernados. Ello está por
debajo de mi condición; mas lo hago solamente para dar a ganar a los libreros
que me persiguen.
MADELÓN.- ¡Me imagino
que será un gran placer verse impreso!
MASCARILLA.- Sin
duda. Mas, a propósito, tengo que repetiros una improvisación que hice ayer en
casa de una duquesa amiga mía, a quien fui a visitar, pues soy endemoniadamente
hábil en improvisaciones.
CATHOS.- La
improvisación es precisamente la piedra de toque del ingenio.
MASCARILLA.-
Escuchad, pues.
MADELÓN.- Somos todo
oídos.
MASCARILLA.-
¡Oh, oh! No estaba atento;
| |
mientras os miro, sin vil pensamiento,
| |
vuestros ojos, furtivos, róbanme el corazón.
| |
¡Al ladrón, al ladrón, al ladrón, al ladrón!
|
CATHOS.- ¡Ah, Dios
mío! Es llegar al más alto grado de la galantería.
MASCARILLA.- Todo
cuanto hago tiene un aire de soltura; no huele a pedante.
MADELÓN.- Está a más
de dos mil leguas de ello.
MASCARILLA.- ¿Habéis
observado ese principio? ¡Oh, oh! Es extraordinario. ¡Oh, oh! como un hombre
que cae de pronto en la cuenta. ¡Oh, oh! Es la sorpresa, ¡Oh, oh!
MADELÓN.- Sí;
encuentro admirable ese ¡oh, oh!
MASCARILLA.- Parece
que no es nada.
CATHOS.- ¡Ah, Dios
mío! ¿qué decís? Estas son cosas que no tienen precio.
MADELÓN.- Sin duda, y
mejor preferiría haber hecho es «¡oh, oh!» que un poema épico.
MASCARILLA.- ¡Voto a
bríos! Tenéis un gusto excelente.
MADELÓN.- ¡Vaya! No
lo tengo del todo malo.
MASCARILLA.- Pero ¿no
admiráis también ese «no estaba atento», «no estaba atento», no lo advertía?
Manera natural de hablar; «no estaba atento, mientras os miro, sin vil
pensamiento», mientras inocentemente, sin malicia ni impureza, como un pobre
carnero «os miro», es decir, me complazco en contemplaros, os observo, os
examino; «vuestros ojos, furtivos...» ¿Qué os parece esa palabra «furtivos»?
¿No está bien escogida?
CATHOS.-
Perfectamente bien.
MASCARILLA.- «Furtivos»,
es decir, obrando a escondidas; parece como si fuera una gato que acaba de
coger un ratón; «furtivos»...
MADELÓN.- No puede
haber nada mejor.
MASCARILLA.- «Róbanme
el corazón». Me lo arrebatan, me lo quitan. «¡Al ladrón, al ladrón, al ladrón,
al ladrón!»
MADELÓN.- Preciso es
confesar que eso tiene un tono espiritual y galante.
MASCARILLA.- Quiero
repetiros el aria que he compuesto sobre eso.
CATHOS.- ¿Habéis
aprendido música?
MASCARILLA.- ¿Yo? En
absoluto.
CATHOS.- ¿Y cómo
puede realizarse eso?
MASCARILLA.- La gente
de calidad lo sabe todo sin haber aprendido nunca nada.
MADELÓN.-
Seguramente, querido.
MASCARILLA.-
Escuchad, a ver si el aria es de vuestro agrado: «¡Tra, lara, la, lala, la!» La
brutalidad de la estación ha ultrajado furiosamente la delicadeza de mi voz,
mas no importa; tarareo a la soldadesca. (Canta.) «¡Oh, oh! No estaba
atento...»
CATHOS.- ¡Ah!, aya un
aria apasionada. ¿No provoca la muerte?
MADELÓN.- Hay
cromatismo en eso.
MASCARILLA.- ¿No
encontráis bien expresado el pensamiento en la canción? «¡Al ladrón!...» Y
luego, como si se gritara muy fuerte: «Al, al, al, al, al ladrón». Y
súbitamente, como una persona sin aliento: «¡Al ladrón!».
MADELÓN.- Eso es
saber la entraña de las cosas, la verdadera entraña, la entraña de la entraña.
Todo es maravilloso, os lo aseguro; me entusiasman el aria y la letra.
CATHOS.- No he visto
nunca nada de tal vigor.
MASCARILLA.- Todo
cuanto hago se me ocurre espontáneamente, sin estudio.
MADELÓN.- La
Naturaleza os ha tratado como una verdadera madre apasionada, y sois su hijo
mimado.
MASCARILLA.- ¿En qué
empleáis el tiempo?
CATHOS.- En nada
absolutamente.
MADELÓN.- Hemos
estado hasta ahora en un ayuno espantoso de diversiones.
MASCARILLA.- Me
ofrezco para llevaros uno de estos días a la comedia, si queréis, ya que van a
representar una nueva, y me agradaría que la viésemos juntos.
MADELÓN.- No podemos
negarnos.
MASCARILLA.- Mas os
pido que aplaudáis como es debido cuando estemos allí, pues me he comprometido
a hacer triunfar la obra, y el autor ha venido a rogármelo esta misma mañana.
Es costumbre aquí que vengan los autores a nosotros, las personas de calidad, a
leernos sus obras nuevas y a conseguirles fama, ¡y ya podéis imaginaros si,
cuando decimos nosotros algo, se atreve el patio a contradecirnos! Por mi
parte, soy muy cumplidor, y cuando prometo a algún poeta, grito siempre: «¡Esto
es hermoso!», antes que estén encendidas las candilejas.
MADELÓN.- No tenéis
que decírmelo. París es un lugar admirable. Pasan en él, a diario, cien cosas
que se ignoran en provincias por muy espiritual que pueda una ser.
CATHOS.- Con esto
basta; y que estamos enteradas, será un deber nuestro alzar la voz como es
debido ante todo lo que digan.
MASCARILLA.- No sé si
me equivocaré; mas tenéis todo el aspecto de haber hecho alguna comedia.
MADELÓN.- ¡Bah!
Pudiera ocurrir algo de lo que decís.
MASCARILLA.- ¡Ah!, a
fe mía. Habrá que verla. Entre nosotros, he escrito una que quiero hacer
representar.
CATHOS.- ¡Vaya! ¿Y a
qué comediantes la entregaréis?
MASCARILLA.- ¡Linda
pregunta! A los grandes comediantes; solo ellos son capaces de dar valor a las
cosas; los otros son unos ignorantes, que recitan como si hablasen; no saben
hacer sonar los versos y detenerse en el buen momento. ¿Y cómo se podría saber
dónde se halla el bello verso, si el comediante no se detiene en él y no nos
advierte así que hay que provocar el murmullo?
CATHOS.- En efecto,
hay maneras de hacer percibir a los oyentes las bellezas de una obra, y las
cosas solo valen lo que se las hace valer.
MASCARILLA.- ¿Qué os
parecen estas prendas menores? ¿Las encontráis congruentes con el traje?
CATHOS.- Por
completo.
MASCARILLA.- ¿Está
bien escogida la cinta?
MADELÓN.-
Furiosamente bien. Es puro Perdrigeon.
MASCARILLA.- ¿Qué
decís de mi encañonado?
MADELÓN.- Tiene un
aspecto soberbio.
MASCARILLA.- Puedo
alabarme al menos de que tiene una cuarta larga más que todos los que se
fabrican.
MADELÓN.- Hay que
confesar que no he visto nunca llevar a tan alto grado la elegancia del atavío.
MASCARILLA.- Fijad un
poco en estos guantes la reflexión de vuestro olfato.
MADELÓN.- Huelen
rabiosamente bien.
CATHOS.- No he
respirado nunca un olor tan bien acondicionado.
MASCARILLA.- ¿Y éste?
(Da a oler sus cabellos.)
MADELÓN.- Es de
verdadera calidad: lo sublime se siente deliciosamente afectado por él.
MASCARILLA.- ¿No me
decís nada de mis plumas? ¿Cómo las encontráis?
CATHOS.-
Espantosamente bellas.
MASCARILLA.- ¿No
sabéis que me cuesta un luis de oro cada pluma? Tengo la manía de proveerme
generalmente de todo lo más bello.
MADELÓN.- Os aseguro
que simpatizamos vos y yo. Tengo una delicadeza furiosa por todo lo que uso; y
desde mi pelo hasta mis calcetines, no puedo tolerar nada que no provenga de
una mano maestra.
MASCARILLA.- (Con
bruscas exclamaciones.) ¡Ay, ay, ay! ¡Con cuidado! ¡Maldita sea! Señoras mías,
está muy mal tratar así; tengo que quejarme de vuestro proceder, no es honrado.
CATHOS.- ¿Qué sucede?
¿Qué os pasa?
MASCARILLA.- ¡Cómo!
¡Las dos al mismo tiempo contra mi corazón! ¡Atacarme a derecha y a izquierda!
¡Ah! Eso es opuesto al derecho de gentes; no es igual la partida, y voy a
gritar que me matan.
CATHOS.- Hay que
confesar que dice las cosas de una manera especial.
MADELÓN.- Tiene un
estilo de una expresión admirable.
CATHOS.- Sentís más
miedo que daño, y vuestro corazón grita antes de que lo destrocen.
MASCARILLA.- ¡Cómo,
diablo!... Está destrozado desde la cabeza a los pies.
Escena XI
CATHOS, MADELÓN, MASCARILLA y MAROTTE.
MAROTTE.- Señora,
quieren veros.
MADELÓN.- ¿Quién?
MAROTTE.- El vizconde
de Jodelet.
MADELÓN.- ¿El
vizconde de Jodelet?
MAROTTE.- Sí, señora.
CATHOS.- ¿Le
conocéis?
MASCARILLA.- Es mi
mejor amigo.
MADELÓN.- Hacedle
entrar prontamente.
(Sale MAROTTE.)
MASCARILLA.- Hace
algún tiempo que no nos hemos visto y me encanta esta aventura.
CATHOS.- Hele aquí.
Escena XII
CATHOS, MADELÓN, JODELET, MASCARILLA y MAROTTE.
MASCARILLA.- ¡Ah,
vizconde!
JODELET.- (Mientras
se abrazan.) ¡Ah, marqués!
MASCARILLA.- ¡Cuánto
me complace verte!
JODELET.- ¡Qué
alegría me da encontrarte aquí!
MASCARILLA.- Abrázame
otra vez, te lo ruego.
MADELÓN.- (A CATHOS.)
Mi buena prima, empezamos a ser conocidas; he aquí el gran mundo que acude ya a
visitarnos.
MASCARILLA.- Señoras
mías, permitid que os presente a este caballero; a fe mía que es digno de que
le conozcáis.
JODELET.- Justo es
venir a rendiros lo que se os debe; y vuestros encantos exigen sus derechos
señoriales sobre toda clase de personas.
MADELÓN.- Eso es
llevar vuestra cortesía hasta los últimos límites de la lisonja.
CATHOS.- Este día
debe quedar señalado en nuestro almanaque como un día muy feliz.
MADELÓN.- (A
MAROTTE.) Vamos, mocita, ¿Hay que repetiros siempre las cosas? ¿No veis que
hace falta un sillón más?
MASCARILLA.- No os
extrañe ver así al vizconde; acaba de salir de una enfermedad que le ha dejado
el rostro pálido como veis.
(MAROTTE entra con un sillón y vuelve a salir.)
JODELET.- Son los
frutos de las vigilias en la Corte y de las fatigas en la guerra.
MASCARILLA.- ¿No
sabéis, señoras, que estáis viendo en el vizconde a uno de los hombres más
esforzados del siglo? Es un valiente de pelo en pecho.
JODELET.- No me
cedéis en nada, marqués; ya sabemos también lo que sabéis hacer.
MASCARILLA.- Cierto
es que ya nos hemos encontrado los dos en la refriega.
JODELET.- Y en sitios
donde hacía mucho calor.
MASCARILLA.- (Mirando
a CATHOS y a MADELÓN.) Sí; pero no tanto como aquí. ¡Ay, ay, ay!
JODELET.- Nuestra
amistad se forjó en la guerra, y la primera vez que nos vimos mandaba él un
regimiento de caballería en las galeras de Malta.
MASCARILLA.- Es
cierto; pero vos estabais, sin embargo, en ese punto antes de ocuparlo yo, y
recuerdo que no era yo más que simple oficial aún, cuando ya mandabais vos dos
mil caballos.
JODELET.- La guerra
es una cosa muy bella; mas, a fe mía, la Corte recompensa hoy muy mal a alas
gentes de servicio como nosotros.
MASCARILLA.- Lo cual
hace que quiera yo ahorcar el uniforme.
CATHOS.- Yo, por mi
parte, siento una furiosa ternura por los hombres de espada.
MADELÓN.- También yo
los amo; mas quiero que el ingenio de realce a la bravura.
MASCARILLA.- ¿Te
acuerdas, vizconde, de aquella media luna que arrebatamos a los enemigos en el
sitio de Arrás?
JODELET.- ¡No tengo
más remedio que recordarlo, pardiez! Fui herido allí en la pierna por una
granada, y tengo aún las señales. Tocad un poco, por favor; así comprenderéis
qué herida fue aquella.
CATHOS.- (Después de
haberle tocado el sitio.) En verdad que es grande la cicatriz.
MASCARILLA.-
Prestadme un instante vuestra mano y tocad esta: aquí precisamente detrás de la
cabeza. ¿Lo notáis?
MADELÓN.- Sí; noto
algo.
MASCARILLA.- Es un
mosquetazo que recibí en la última campaña que hice.
JODELET.-
(Descubriendo su pecho.) He aquí otra herida que me atravesó de parte a parte
en el ataque de Gravelinas.
MASCARILLA.-
(Poniendo la mano en el botón de sus calzones.) Voy a mostraros una rabiosa
llaga.
MADELÓN.- No es
necesario; lo creemos sin verla.
MASCARILLA.- Son las
huellas honrosas que revelan lo que uno es.
CATHOS.- No dudamos
de lo que sois.
MASCARILLA.-
Vizconde, ¿tienes ahí tu carroza?
JODELET.- Sí, ¿para
qué?
MASCARILLA.-
Llevaríamos a pasear a estas damas fuera de puertas y les haríamos un regalo.
MADELÓN.- No podemos
salir hoy.
MASCARILLA.-
Traigamos violines para danzar.
JODELET.- ¡A fe mía!,
está bien pensado.
MADELÓN.- A eso sí
accedemos; pero haría falta algún incremento de compañía.
MASCARILLA.- ¡Hola!
¡Champaña, Picard, Bourguignon, Cascarilla! ¡Al diablo todos los lacayos! Estoy
seguro de que no hay en Francia un caballero peor servido que yo. Esos canallas
me dejan siempre solo.
MADELÓN.- ¡Marotte!
(Entra MAROTTE.)
Decid a las gentes del señor que vayan a buscar
unos violines, y haced que vengan esos señores y esas damas de aquí cerca para
poblar la soledad de nuestro baile.
(MAROTTE se va.)
MASCARILLA.-
Vizconde, ¿qué dices de estos ojos?
JODELET.- ¿Y qué te
parecen a ti, marqués?
MASCARILLA.- Pues yo
digo que les va a costar trabajo a nuestras libertades sacar de aquí las bragas
enjutas. Al menos, por mi parte, experimento extrañas sacudidas, y mi alma
pende de un hilo.
MADELÓN.- ¡Qué
natural es todo lo que dice! Expresa las cosas del modo más agradable del
mundo.
CATHOS.- En verdad,
hace un furioso derroche de ingenio.
MASCARILLA.- Para
mostraros que es verdad, voy a haceros una improvisación ahora mismo. (Medita.)
CATHOS.- Os conjuro
con toda la devoción de mi alma a que nos hagáis oír algo que haya sido
compuesto para nosotras.
JODELET.- Desearía yo
hacer otro tanto; mas me encuentro un poco molesto de la vena poética por la
cantidad de sangrías que he practicado en ella estos días pasados.
MASCARILLA.- ¿Qué
diablos pasa? Hago siempre bien el primer verso; pero me cuesta trabajo
componer los demás. A fe mía, esto es quizá harto apresurado; os haré despacio
una improvisación, que os parecerá la más bella del mundo.
JODELET.- Tiene un
ingenio endemoniado.
MADELÓN.- Y galanura
y estilo florido.
MASCARILLA.- Dime,
vizconde: ¿Hace mucho tiempo que no has visto a la condesa?
JODELET.- Hace más de
tres semanas que no la he visitado.
MASCARILLA.- ¿No
sabes que el duque ha venido a verme esta mañana y ha querido llevarme al campo
a correr un ciervo con él?
Escena XIII
MADELÓN, CATHOS, MASCARILLA, JODELET y MAROTTE.
MAROTTE.- Ya están
listos los violines.
MADELÓN.- Muy bien.
Decidles que ya pueden comenzar a tocar.
MASCARILLA.-
(Bailando él solo, como preludio.) ¡La, la, la, la, la, la, la, la!
MADELÓN.- Tiene un
talle muy elegante.
CATHOS.- Y aspecto de
danzar primorosamente.
MASCARILLA.- (Sacando
a MADELÓN a bailar.) Mi franqueza va a danzar la corriente lo mismo que mis
pies. A compás, violines, a compás. ¡Oh, qué ignorantes! No hay manera de
bailar con ellos. ¡Que el diablo os lleve! ¿No sabéis tocar llevando el compás?
¡La, la, la, la, la, la, la, la! Con brío. ¡Oh violines de pueblo!
(Los cuatro bailan en medio de la escena.)
JODELET.- (Después
del baile. Jadeando.) ¡Hola! No apresuréis tanto el compás, que acabo de salir
de una enfermedad.
Escena XIV
DU CROISY, LA GRANGE, CATHOS, MADELÓN, JODELET,
MASCARILLA y MAROTTE.
LA GRANGE.- (Con un palo en
la mano.) ¡Ah, bergantes! ¿Qué hacéis aquí? Hace tres horas que os buscamos.
MASCARILLA.- (Al
sentirse golpeado.) ¡Ay, ay, ay! ¡No me habíais dicho que los golpes estarían
incluidos también!
JODELET.- ¡Ay, ay,
ay!
LA GRANGE.- ¡Es muy
de vuestro estilo, infame, querer dárosla de hombre importante!
DU CROISY.- Esto nos
enseñará a conoceros.
Escena XV
MADELÓN.- ¿Qué quiere
decir esto?
JODELET.- Es una
apuesta
CATHOS.- ¡Cómo,
dejaros pegar de ese modo!
MASCARILLA.- ¡Dios
mío! No he querido darme por entendido porque soy violento y me hubiera
enfurecido.
MADELÓN.- ¡Soportar
una afrenta así, en nuestra presencia!
MASCARILLA.- No es
nada; dejémoslo ahí. Nos conocemos desde hace largo tiempo, y entre amigos no
va uno a ofenderse por tan poca cosa.
Escena XVI
LA GRANGE.-
(Pegándole.) A fe mía, bergante, no os reiréis de nosotros, os lo prometo.
MADELÓN.- ¿Qué osadía
es esta de venir a perturbarnos así en nuestra casa?
DU CROISY.- ¡Cómo,
señoras mías! ¿Vamos a tolerar que nuestros lacayos sean mejor recibidos que
nosotros, que vengan a haceros el amor a costa nuestra y a disponer el baile?
MADELÓN.- ¿Vuestros
lacayos?
LA GRANGE.- Sí,
nuestros lacayos. Y no es ni bonito ni honesto pervertirlos como estabais
haciendo.
MADELÓN.- ¡Oh,
cielos, qué insolencia!
LA GRANGE.- Mas no
sacarán partido de nuestras ropas para daros dentera, y si queréis amarles
será, a fe mía, por sus lindos ojos. Pronto, desnudaos sin dilación.
JODELET.- (Mientras
se desnuda.) ¡Adiós nuestro boato!
MASCARILLA.-
(Quitándose la ropa.) He aquí el marquesado y el vizcondado por los suelos.
DU CROISY.- ¡Ah,
pícaros! ¿Tenéis la osadía de entrar en competencia con nosotros? Iréis a
buscar en otro sitio con qué haceros agradables a los ojos de vuestras
bellezas, os lo aseguro.
LA GRANGE.- Es ya
demasiado esto de suplantarnos y de hacerlo además, con nuestros propios
indumentos.
MASCARILLA.- ¡Oh
fortuna, qué inconstancia la tuya!
DU CROISY.- Pronto,
quitaos hasta menor prenda.
LA GRANGE.- Que se
lleven todas esas ropas, daos prisa.
(MAROTTE recoge las ropas y sale de escena con
ellas.)
Y ahora, señoras, en el estado en que se encuentran
podéis proseguir vuestros amores con ellos hasta que os plazca; os dejamos en
completa libertad de hacerlo, y os aseguramos, el señor y yo, que no nos
sentiremos nada celosos por ello.
(Salen LA GRANGE y DU CROISY.)
Escena XVII
MADELÓN, CATHOS, JODELET, MASCARILLA y MAROTTE.
CATHOS.- ¡Ah, qué
sinvergüenza!
MADELÓN.- Me muero de
despecho
MAROTTE.- (Entrando.
A MASCARILLA.) ¿Qué es esto? ¿Quién va a pagar a los violines?
MASCARILLA.-
Preguntad al señor vizconde.
MAROTTE.- (A
JODELET.) ¿Quién le dará el dinero?
JODELET.- Preguntad
al señor marqués.
Escena XVIII
GORGIBUS, MADELÓN, CATHOS, JODELET, MASCARILLA y
MAROTTE.
GORGIBUS.-
(Entrando.) ¡Ah bribones, en buen apuro nos ponéis por lo que veo! Y acabo de
enterarme de lindas cosas, realmente, por esos caballeros que salen.
MADELÓN.- ¡Ah padre
mío, nos han gastado una broma sangrienta!
GORGIBUS.- ¡Sí; es
una broma sangrienta, resultado de vuestra impertinencia, infames! Les ha
ofendido el trato que les habéis dado, y sin embargo, desdichado de mí, tengo
que tragarme la afrenta.
MADELÓN.- Juro que
tomaremos venganza de ello o que moriré en el intento. Y vosotros, bergantes,
¿osáis permanecer aquí después de vuestra insolencia?
MASCARILLA.- ¡Tratar
de este modo a un marqués! Así es el mundo: la menor desgracia hace que nos
desprecien aquellos que nos querían. Vamos, camarada; vamos a buscar fortuna a
otra parte; bien veo que aquí no se ama más que la vana apariencia, y que no se
considera nada a la virtud totalmente desnuda.
Escena XIX
GORGIBUS, MADELÓN, CATHOS y MAROTTE.
MAROTTE.- Señor, los
violines pretenden cobrar por su trabajo.
GORGIBUS.- (Yendo
hacia MAROTTE.) Sí, sí. Voy a pagarles, y aquí tenéis la moneda con que quiero
hacerlo.
(MAROTTE se va corriendo.)
Y vosotras, tunantas, no sé qué me detiene para no
trataros de igual modo; vamos a servir de mofa y de irrisión a todo el mundo.
Esto es lo que habéis conseguido con vuestras extravagancias. Id a esconderos,
miserables; id a esconderos para siempre.
(MADELÓN y CATHOS salen corriendo.)
Y vosotros, causantes de su locura, necios
desatinos, perniciosas diversiones de los espíritus ociosos, novelas, versos,
canciones y sonetos, ¡así se os lleven todos los diablos!