sábado, 16 de febrero de 2013

BERENICE


Berenice
Edgar Allan Poe
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.
-Ebn Zaiat
La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.
La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.
FIN

viernes, 8 de febrero de 2013

LA LEYENDA DEL JINETE SIN CABEZA



La leyenda de Sleepy Hollow
(La leyenda de Valle Dormido o La leyenda del Jinete Sin Cabeza, 1819)
Washington Irving 
Encontrada entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker
     En el seno de uno de esos espaciosos recodos que forman la parte oriental del Hudson, en aquella parte ancha del río que los antiguos navegantes holandeses llamaban Tappaan Zee, donde los marinos prudentemente recogían sus velas e imploraban el apoyo de San Nicolás, se encuentra una pequeña ciudad o puerto en el cual se celebran con frecuencia ferias. Algunos la llaman Greensburgh, pero más propiamente la conoce la mayoría por Tarry Town. Se dice que le dieron este nombre las buenas mujeres de las regiones adyacentes por la inveterada propensión de sus maridos a pasar el tiempo en la taberna de la villa durante los días de mercado. Sea como quiera, yo no aseguro este hecho, sino que simplemente me limito a hacerlo constar para ser exacto y veraz. A una distancia de unos tres kilómetros de esta villa se encuentra un vallecito situado entre altas colinas, que es uno de los más tranquilos lugares del mundo. Corre por él un riachuelo, cuyo murmullo es suficiente para adormecer al que lo escucha; el canto de los pájaros es casi el único sonido que rompe aquella tranquilidad uniforme. Me acuerdo, cuando era todavía joven, haberme dedicado a la caza en un bosque de nogales que da sombra a uno de los lados del valle. Había iniciado mi excursión al mediodía, cuando todo está tranquilo, tanto que me asombraban los disparos de mi propia escopeta que interrumpían la tranquilidad del sábado y el eco reproducía. Si quisiera encontrar un retiro a donde dirigirme para huir del mundo y de sus distracciones, y pasar en sueños el resto de una agitada vida, no conozco lugar más indicado que este pequeño valle.
     Debido a la peculiar tranquilidad del lugar y al carácter de sus habitantes, esta región aislada ha sido llamada el Valle Dormido. En las regiones circunvecinas se llama a los muchachos de esta región las gentes del Valle Dormido. Una ensoñadora influencia parece poseer el país e invadir hasta la misma atmósfera. Algunos dicen que un doctor alemán embrujó el lugar, en los primeros días de la colonia; otros afirman que un viejo jefe indio celebraba aquí sus peculiares ceremonias, antes que estas tierras fueran descubiertas por Hendrick Hudson. Lo cierto es que el lugar continúa todavía bajo la influencia de alguna fuerza mágica, que domina las mentes de todos los habitantes, obligándolos a obrar como si se encontraran en una continua ensoñación. Creen en toda clase de cosas maravillosas, están sujetos a éxtasis y visiones, frecuentemente observan extrañas ocurrencias, oyen melodías y voces del aire. En toda la región abundan las leyendas locales, los lugares encantados y las supersticiones. Las estrellas fugaces y los meteoros aparecen con más frecuencia aquí que en ninguna otra parte del país; los monstruos parecen haber elegido este lugar como escenario favorito de sus reuniones.
     Sin embargo, el espíritu dominante que aparece en estas regiones encantadas es un jinete sin cabeza. Se dice que es el espíritu de un soldado de las tropas del gran duque de Hesse al que una bala de cañón le arrancó la cabeza, en una batalla sin nombre, durante una revolución; los campesinos lo ven siempre corriendo por las noches, como si viajara en alas del viento. Sus excursiones no se limitan al valle, sino que a veces se extienden por los caminos adyacentes, especialmente hasta cerca de una iglesia cercana. Algunos de los más fidedignos historiadores de estas regiones, que han coleccionado y examinado cuidadosamente las versiones acerca de este espectro, afirman que el cuerpo del soldado fue enterrado en la iglesia, que su espíritu vuelve a caballo al escenario de la batalla en busca de su cabeza y que la fantástica velocidad con que atraviesa el valle se debe a que ha perdido mucho tiempo y tiene que apresurarse para entrar en el cementerio antes de la aurora.
     Esta es la opinión general acerca de esta superstición legendaria que ha suministrado material para más de una extraña historia en aquella región de sombras. En todos los hogares de la región se conoce este espectro con el nombre de «jinete sin cabeza del Valle Dormido».
     Es notable que esa propensión por las visiones no se limita a las personas nacidas en el valle, sino que se apodera inconscientemente de cualquiera que reside allí durante algún tiempo. Por muy despierto que haya sido antes de llegar a aquella región, es seguro que en poco tiempo estará sometido a la influencia encantadora del aire y comenzará a ser más imaginativo, a soñar y ver apariciones.
     Menciono este pacífico lugar con todas las alabanzas posibles, pues en tales aislados valles holandeses, que se encuentran esparcidos por el Estado de Nueva York, se conservan rígidamente las maneras y las costumbres de la población, mientras que la corriente emigratoria que lleva a cabo tan incesantes cambios en otras partes de este inquieto país, barre todas esas cosas antiguas, sin que nadie se preocupe por ellas. Esos valles son pequeños remansos de agua tranquila, que pueblan las orillas del rápido río. Aunque han pasado muchos años desde que atravesé las sombras del Valle Dormido, me pregunto si no encontraría todavía los mismos árboles y las mismas familias vegetando en aquel recogido lugar.
     En este apartado sitio vivió, en un remoto período de la historia americana, un notable individuo llamado Ichabod Crane, que residía en el Valle Dormido con el propósito de instruir a los niños de la vecindad. Había nacido en Connecticut, región que suministra a los Estados Unidos no sólo aventureros de la mente sino también del bosque, y que produce anualmente legiones de leñadores y de maestros de escuela. Crane era alto, excesivamente flaco, de hombros estrechos, largo de brazos y piernas y manos que parecían estar a una legua de distancia de las mangas.
     Su cabeza era pequeña, plana vista desde arriba, provista de enormes orejas, grandes ojos vidriosos y verduscos y una nariz grande, prominente, por lo que parecía un gallo de metal de una veleta, que indica el lado del cual sopla el viento. Al verle caminar en un día tormentoso, flotando el traje alrededor de su cuerpo esmirriado, se le podía haber tomado por el genio del hombre que descendía sobre la tierra.
     La escuela era un edificio bajo, construido rústicamente con troncos, que se componía de un solo cuarto; algunas de las ventanas tenían vidrios; otras estaban cubiertas con hojas de viejos cuadernos de escritura. En las horas que el maestro no se encontraba en la escuela, se mantenía cerrada mediante una varilla de madera flexible, fijada al picaporte de la puerta y barras que cerraban las contraventanas. Estaba situada en un paraje bastante solitario, pero agradable, al pie de una boscosa colina; un arroyuelo corría cerca de ella y en uno de sus extremos crecía un gran álamo. El murmullo de las voces de los alumnos recitando sus lecciones, parecía, en un soñoliento día de verano, algo así como el runrún de una colmena, interrumpido de cuando en cuando por la voz autoritaria del maestro, en tono de amenaza o de orden, o quizás por el sonido de la vara, que hacía marchar por el florido sendero del conocimiento a alguno de sus discípulos. Cierto es que era un hombre concienzudo que siempre recordaba aquella máxima de oro: «Ahorra la vara y echa a perder al niño». Ciertamente los discípulos de Crane no se echaban a perder.
     Sin embargo, no quisiera que el lector se imagine que Crane era uno de esos crueles directores de escuela que se complacen en el suplicio de sus educandos; por el contrario, administraba justicia con discreción, más bien que con severidad, evitando cargar los hombros de los débiles y echándola sobre los de los fuertes. Perdonaba a los flojos muchachos que temblaban al menor movimiento de la vara; pero las exigencias de la justicia se satisfacían suministrando una doble porción a algún chiquillo holandés obstinado, que se indignaba y se endurecía bajo el castigo. Crane decía que esto era «cumplir con su deber para con los padres»; nunca infligió una pena sin asegurar que el niño «lo recordaría para toda la vida y se lo agradecería mientras viviera», lo que era un gran consuelo para sus discípulos. Cuando terminaban las clases, Crane era el compañero de los muchachos mayores; en ciertas tardes acompañaba a sus casas a los menores que se distinguían por tener hermanas bonitas o por ser sus madres muy reputadas por la excelencia de su cocina. Le convenía estar en buenas relaciones con sus discípulos. La escuela producía muy poco, tanto que difícilmente hubiera bastado para proporcionarle el pan de cada día pues era un gran comilón y, aunque flaco, tenía la capacidad de expansión de una boa. Para ayudarle a mantenerse, de acuerdo con la costumbre de aquellas regiones, le proporcionaban casa y comida los padres de sus discípulos. Vivía una semana en casa de cada uno de ellos, recorriendo así toda la vecindad, llevando sus efectos personales atados en un pañuelo de algodón. Para que esta carga no fuera muy onerosa para la bolsa de sus rústicos protectores, que se inclinaban a considerar la escuela como un gasto superfluo y que tenían a los maestros por simples zánganos, Crane se valía de diferentes procedimientos para hacerse útil y agradable.
     En muchas ocasiones ayudaba a los hacendados en los trabajos menos difíciles: formar las parvas, llevar los caballos al abrevadero y las vacas a las tierras de pastoreo, cortar madera para el invierno, etc. Dejaba de un lado toda aquella dignidad e imperio absoluto, con los que dominaba su pequeño reino escolar. Era entonces gentil y sabía ganarse las voluntades a maravilla. Se congraciaba a los ojos de las madres, acariciando los chiquillos, particularmente a los más pequeños; como el león que de puro magnánimo se hizo amigo de la oveja, se pasaba las horas enteras con un niño en las rodillas, mientras con el pie mecía la cuna de otro.
     Además de sus otras actividades, era maestro de canto de la vecindad y ganaba buenos chelines, instruyendo a la gente joven en el canto de los salmos. Era materia de no poco orgullo para él apostarse los domingos en el coro de la iglesia acompañado por un grupo de cantores elegidos, entre los cuales se distinguía a los ojos del párroco, según su opinión. Cierto es que su voz se elevaba muy por encima de la del resto de la congregación. En aquella iglesia todavía se oyen los domingos trémolos que alcanzan a más de un kilómetro de distancia y que muchos tienen por descendientes legítimos de la nariz de Crane.
     Mediante estos diversos procedimientos, mediante esa ingeniosa manera que el vulgo llama «por las buenas o por las malas», aquel notable pedagogo vivía bastante bien; todos los que no entienden nada del trabajo intelectual creían que su vida era maravillosamente fácil.
     Generalmente, el maestro de escuela es un hombre de cierta importancia en los círculos femeninos de una región rural, por considerársele una especie de caballero que nada tiene que hacer y cuyos gustos y conocimientos son enormemente superiores a los de los rudos campesinos y cuya sabiduría es sólo inferior a la del párroco. En consecuencia, en cuanto aparece a la hora del té en un hogar campesino, provoca una cierta agitación y hace aparecer sobre la mesa un plato más de pastelería o de dulces, induciendo a veces al ama de casa a sacar a relucir la tetera de plata. Todas las damiselas de la región sonreían a nuestro hombre de letras. ¡Qué buen papel hacía entre ellas, en el patio de la iglesia, durante los intervalos del oficio divino! Los galanes rurales, tímidos y torpes, se quedaban con la boca abierta y envidiaban su elegancia superior y sus habilidades.
     Esta vida errante le convertía en una especie de gaceta ambulante que llevaba de casa en casa todas las murmuraciones locales, por lo cual siempre se le recibía con satisfacción. Las mujeres le estimaban por ser hombre de gran erudición, que había leído íntegramente varios libros y que dominaba a la perfección el de Cotton Mathers, Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, obra en la cual él creía a pie juntillas.
     Crane era una extraña mezcla de picardía aldeana e ingenua credulidad. Su apetito por lo maravilloso y su capacidad para digerirlo eran igualmente extraordinarios, cualidades ambas que había aumentado residiendo en aquella región encantada. Ningún relato era demasiado extraño o monstruoso para sus tragaderas. Después de haber terminado sus clases, se entretenía, tendido en el prado, junto al arroyuelo que pasaba al lado de su escuela, en leer el terrible libro de Mather, hasta que la página impresa era sólo un conjunto de puntos negros. Se dirigía entonces a través de los arroyos y pantanos y de los sombríos bosques hasta la granja, donde le tocaba vivir aquella semana. En aquella hora embrujada, todo sonido, todo ruido de la naturaleza excitaba su calenturienta imaginación. En tales ocasiones su único recurso para cambiar de ideas o alejar los espíritus maléficos consistía en cantar salmos; las buenas gentes del Valle Dormido, sentadas a las puertas de sus casas, se asustaban al oír sus nasales melodías que venían de alguna colina distante o seguían a lo largo del polvoriento camino.
     Otra de sus terribles diversiones consistía en pasar las largas noches de invierno con las viejas mujeres holandesas, mientras hilaban al lado del fuego, donde se asaban las manzanas. Escuchaba entonces sus maravillosos relatos acerca de aparecidos, de espíritus, casas, arroyos, puentes y campos encantados, y en particular del jinete sin cabeza o el soldado de Hesse, como se le llamaba a veces. En pago de esto, las divertía igualmente con sus anécdotas de brujerías y las portentosas visiones y terribles signos y sonidos del aire, que prevalecía en los primeros tiempos de Connecticut y las aterrorizaba con divagaciones acerca de los cometas y las estrellas fugaces y con la circunstancia alarmante de que el mundo daba vueltas y que la mitad de él se encontraba patas arriba.
     Pero si significaba un placer sentirse bien abrigado al lado del fuego, en un cuarto en el que no se atrevería a presentarse ningún fantasma, bien caro le costaba, pues debía pagarlo con los terrores de su vuelta a casa. ¡Qué terribles formas y sombras se cruzaban en su camino, a la claridad débil y espectral de una noche de nevada! ¡Con qué ansiosa mirada observaba el más débil rayo de luz que provenía de alguna ventana distante! ¡Cuántas veces le asustó un arbusto cubierto de nieve, que parecía un espectro revestido de una sábana y que se interponía en su camino! ¡Cuántas veces retrocedió espantado al oír el ruido que hacían sus propias pisadas sobre la tierra helada! Temía mirar hacia atrás, de puro miedo de ver algún horrible monstruo. ¡Cuántas veces se sentía próximo a desmayarse por confundir el movimiento de los árboles, causado por una ráfaga de viento, con el jinete sin cabeza!
     Todo esto no era más que el terror de la noche, fantasmas de la mente que se deslizan en la oscuridad; aunque había visto durante su vida numerosos espíritus y más de una vez se había sentido poseído por el mismo Satanás en diferentes formas, todo terminaba con la llegada del día; hubiera sido un hombre feliz a pesar del diablo y de sus malas obras, si no se hubiera cruzado en su camino un ser que causa más preocupaciones a los hombres mortales que los aparecidos, los espíritus y todas las brujas juntas: una mujer.
     Entre los discípulos de música que se reunían una tarde por semana para aprender el canto de los salmos, se encontraba Katrina Van Tassel, hija única de un rico labrador holandés. Era una bellísima niña de 18 años, bien metida en carnes, madura de tez y sonrosada como una de las peras de la huerta de su padre, unánimemente estimada, no sólo por su belleza sino por la riqueza que había de heredar. Era algo coquetuela, como se veía en su vestido, que era una mezcla de lo antiguo y lo moderno, muy apropiada para hacer resaltar sus encantos. Llevaba joyas de oro puro, que había traído de Saardam su bisabuela, el tentador jubón de los antiguos tiempos y una falda provocadoramente corta, tanto que descubría el más bello pie de todos los contornos.
     Crane tenía corazón blando y veleidoso, que se perecía por el bello sexo. No es de extrañar que muy pronto se decidiera por un bocado tan tentador, especialmente después de haber visitado la casa paterna.
     El viejo Baltus Van Tassel era el más perfecto ejemplar de granjero próspero, contento con el mundo y consigo mismo. Cierto es que sus miradas o sus pensamientos nunca pasaban más allá de las fronteras de su propia granja, pero dentro de ella todo estaba limpio, en buen orden y bien arreglado. Sentíase satisfecho de su riqueza, pero no orgulloso de ella, y se vanagloriaba más de la abundancia en que vivía que de su estilo de vida. Su granja estaba situada a orillas del Hudson y en uno de esos rincones fértiles en los cuales gustan tanto de hacer sus nidos los labradores holandeses. Daba sombra a la casa un árbol de gran tamaño, al pie del cual brotaba una fuente de la más límpida agua que, formando un estanque, se deslizaba después entre los pastos, corriendo hasta un arroyuelo cercano. Cerca de la vivienda se encontraba un depósito tan grande que hubiera podido servir de capilla, y que parecía estallar de puro cargado con los tesoros que producía la tierra. Allí se oía continuamente, de la mañana a la noche, el ruido de los instrumentos de labranza; cantaban sin interrupción los pájaros; las palomas, que parecían vigilar el tiempo metían la cabeza entre las alas, mientras otras la ocultaban entre las plumas de la pechuga, y otras cortejaban a sus damas, emitiendo los gritos propios de su raza e hinchando el pecho, además de estar todas ellas dedicadas a la importante tarea de tomar el sol. Los cerdos, bien alimentados, gruñían reposadamente, sin moverse, en la tranquilidad y abundancia de sus zahúrdas, de donde salían, de cuando en cuando, piaras de lechones, como si quisieran tomar un poco de aire fresco. Un numeroso escuadrón de gansos, blancos como la nieve, nadaban en un estanque adyacente, arrastrando detrás de sí su numerosa prole. Los pavos recorrían en procesión la granja. Ante la puerta del depósito hacía guardia el valiente gallo, ese modelo de esposos, de soldado y de caballeros, batiendo sus relucientes alas y cacareando todo su orgullo y la alegría de su corazón. Algunas veces se dedicaba a escarbar la tierra, llamando entonces generosamente a su siempre hambrienta familia para que compartiera el riquísimo bocado que acababa de descubrir.
     Al pobre pedagogo se le hacía la boca agua al observar toda aquella riqueza. Su mente, continuamente torturada por el hambre, le hacía imaginarse todo lechón sabrosamente metido en un pastel y con una manzana en la boca; las palomas se las representaba sin esa fruta; los gansos nadaban en su propia grasa, y los patos por pares, como marido y mujer, envueltos en salsa de cebolla. Veía a los puercos desprovistos de su grasa y de los jamones, los pavos presentados a la mesa como es costumbre, sin faltarles un collar de sabrosos embutidos; todo cantaclaro aparecía en el plato con una expresión como si pidiera el cuartel que nunca había querido dar en vida.
     Mientras la imaginación de Crane pintaba todas estas cosas, sus ojos verdes recorrían los ricos pastos, las abundantes plantaciones de trigo, centeno y maíz y la huerta llena de árboles frutales que rodeaba la casa de Van Tassel. Su corazón ardía por la damisela que había de heredar todo aquello, imaginándose lo fácil que sería transformarlo en dinero contante y sonante, que podría invertirse en inmensas extensiones de tierras vírgenes y palacios de madera en otras soledades. Su fantasía le llevaba tan lejos que lo daba todo por hecho, y ya se veía con la bella Katrina y una tropa de chiquillos, en una carreta, cargada con toda clase de utensilios domésticos, galopando él mismo al lado en una yegua a la que seguía un potrillo, rumbo a Kentucky, Tennessee, o Dios sabe a dónde.
     Cuando entró en la casa, quedó completada la conquista de su corazón. Era uno de esos espaciosos hogares aldeanos, construido en el estilo de los primeros colonos holandeses. El techo se prolongaba más allá de los muros, formando una especie de galería a lo largo del frente de la casa que podía cerrarse en caso de mal tiempo. Allí se encontraban guadañas, arreos de montar y diversos instrumentos agrícolas, así como redes para pescar en el río cercano. A lo largo del muro había bancos, que se utilizaban sólo en verano. En un rincón se encontraba una rueca y en otro una máquina para hacer manteca, lo que demuestra los diversos usos a que se destinaba aquel porche. De aquí el admirado Crane pasó al vestíbulo que formaba el centro de la casa y que era el lugar de residencia habitual. En un armario de cristales relucían hileras de fina porcelana. En un rincón había un fardo de lana, listo para hilar; en otro, el lino esperaba lo mismo; guirnaldas de manzanas y peras secas mezcladas con pimientos colgaban de los muros; una puerta abierta le permitió observar la sala de las visitas, donde las sillas y los muebles de caoba brillaban como espejos; decoraban la habitación naranjas de yeso y diversas conchas marinas; huevos de diferentes colores formaban otras guirnaldas; en el centro del cuarto colgaba un gran huevo de avestruz y un esquinero mostraba enormes tesoros de plata vieja y rica porcelana.
     Desde el mismo momento en que Crane puso sus ojos sobre estas regiones celestiales, terminó la paz de su espíritu y el solo objeto de sus estudios consistía en ganar el afecto de la hija única de Van Tassel. En esta empresa encontró dificultades mayores que las de los caballeros andantes del año de Maricastaña, que rara vez tenían que vérselas sino con gigantes, encantadores, fieros dragones y otras cosas del mismo jaez, fáciles de vencer, y a los que les era preciso abrirse camino simplemente a través de puertas de hierro y bronce y muros de diamante, hasta la parte interior del castillo, donde estaba confinada la dama de sus pensamientos. Todo esto aquellos luchadores lo hacían tan fácilmente como partir un pastel de Navidad, ante lo cual la dama les concedía su mano, como si fuera la cosa más natural del mundo. En cambio, Crane tenía que encontrar su camino hasta el corazón de una coqueta campesina, que poseía un verdadero laberinto de caprichos y ocurrencias y que cada día presentaba nuevas dificultades e impedimentos; además tenía que habérselas con numerosos y formidables adversarios, seres de carne y hueso, rústicos admiradores que guardaban celosamente todas las puertas que conducían a su corazón, vigilándose mutuamente, prontos para hacer causa común contra algún nuevo competidor.
     Entre éstos, el más formidable era un muchachón, ancho de espaldas, bullicioso, jovial, que se llamaba Abrahán, o de acuerdo con la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt, héroe de los contornos, en los cuales llevaba a cabo sus hazañas de fuerza y de resistencia. Su pelo era negro, ondulado y lo llevaba muy corto; su rostro reflejaba una expresión burlona, pero no desagradable, mezcla de mofa y arrogancia. Por su cuerpo hercúleo y fuertes brazos le llamaban Brom Bones, nombre por el cual era generalmente conocido. Tenía fama de ser gran caballista y de dominar su caballo como un tártaro. Era el primero en todas las carreras y riñas de gallos; con el ascendiente que presta la fortaleza física en la vida rural, era el juez indiscutido de todas las disensiones. Entonces echaba su sombrero hacia un lado y daba su opinión con un aire que no admitía broma o réplica.
     Siempre estaba dispuesto para una pelea o una fiesta, pero todas sus acciones tenían más de traviesas que de malvadas. A pesar de toda su rudeza, poseía en el fondo un carácter bromista. Tenía tres o cuatro compañeros, amigos íntimos suyos, que le tomaban como modelo y a la cabeza de los cuales recorría la región, presentándose en todo lugar donde se prometiera una pelea o una fiesta. En tiempo frío se distinguía por un gorro de piel, rematado en una orgullosa cola de zorro; cuando las gentes, reunidas por cualquier motivo, distinguían a la distancia esta bien conocida cresta, entre otros jinetes, se disponían para una tormenta. Algunas veces se oía a él y a sus compañeros pasando a caballo a lo largo de las granjas, gritar y cantar como una tropa de cosacos del Don; las mujeres de edad, arrancadas al sueño por aquel barullo, escuchaban el desordenado ruido hasta que se perdía en la lejanía, y exclamaban entonces: «¡Ah! Ahí van Brom Bones y sus amigos». Los vecinos le consideraban con una mezcla de terror, admiración y buena voluntad; en cuanto ocurría alguna pelea u otro desorden en la vecindad, sacudían la cabeza y afirmaban que Brom Bones era la causa de todo.
     Este héroe teatral eligió a Katrina como objeto de sus galanterías, y aunque sus escarceos amorosos se parecían a las gentiles caricias de un oso, se decía que ella no le había desahuciado completamente. Lo cierto es que sus avances eran la señal para que se retiraran sus rivales, que no sentían ninguna inclinación por entrometerse en los amores de un león, tanto que cuando observaban el caballo de Brom Bones atado en el terreno de Van Tassel, signo seguro que él se encontraba allí cortejando, todos los otros admiradores de Katrina seguían desesperados y se apresuraban a dar batalla en otros cuarteles.
     Éste era el formidable rival con el cual tenía que habérselas Crane; examinando la situación desde todos los puntos de vista, un hombre más fuerte que él hubiera retrocedido; otro más sabio hubiera perdido toda esperanza. Felizmente, su naturaleza era una extraña mezcla de flexibilidad y perseverancia; aunque se doblaba, nunca se rompía; aunque se inclinaba ante la más leve presión, en cuanto ésta desaparecía, se erguía otra vez, levantando su cabeza tan altiva como antes.
     Hubiera sido locura invadir abiertamente el campo que el enemigo creía suyo, pues no era hombre que sufriera desengaños de amor, como Aquiles, aquel otro apasionado amante. En consecuencia, Crane llevó a cabo sus avances de una manera suave e insinuante. Pretextando sus clases de canto, visitó con frecuencia la granja, sin tener nada que temer de la engorrosa intervención de los padres de Katrina. Balt van Tassel era un hombre indulgente y bondadoso; amaba a su hija más que a su pipa, y como persona razonable y excelente padre, la dejaba hacer lo que quisiera. Su mujer estaba demasiado ocupada con la casa y el cuidado del gallinero, pues, como decía muy sabiamente, los patos y los gansos son tontos y hay que vigilarles, mientras que las muchachas pueden cuidarse a sí mismas. Mientras esta diligente mujer daba vueltas por la casa o trabajaba en la rueca, el honrado Balt fumaba su pipa, observando la veleta de madera que coronaba el depósito. Entretanto, Crane proseguía haciendo la corte a su hija, al lado de la fuente o caminando lentamente, a media luz, en esa hora tan favorable para la elocuencia del amante.
     Confieso que no sé cómo se corteja y se gana el corazón de una mujer. Para mí ha sido siempre materia de reflexiones y admiración. Algunas parecen tener sólo un punto vulnerable o puerta de entrada, mientras que otras parecen tener millares de avenidas, por lo que pueden ser conquistadas de mil maneras distintas. Es un gran triunfo de habilidad ganar a una de las primeras, pero una demostración mejor de estrategia mantener la posesión de una de las segundas, pues un hombre debe defender toda puerta y toda ventana de su fortaleza. El que gana mil corazones corrientes tiene derecho a una cierta fama, pero el que mantiene posesión indiscutible del de una coqueta es un héroe. No ocurrió así con el temible Brom Bones; su interés declinó visiblemente en cuanto Crane hizo sus primeros avances; en las noches de los domingos, ya no se observaba a su caballo atado en las tierras de Van Balten; gradualmente se produjo un odio mortal entre él y el pedagogo del Valle Dormido.
     Brom, que a su manera era un rudo caballero, hubiera llevado las cosas por la tremenda hasta la guerra abierta y arreglado aquel asunto como los caballeros errantes de antaño, por combate entre los dos. Pero Crane estaba demasiado convencido de la superioridad de su adversario para aceptar ese procedimiento. Había oído una afirmación de Bones, según la cual iba «a doblar al dómine en dos y meterlo en un cajón de algún armario de la escuela» y deseaba ardientemente no darle oportunidad de cumplir su amenaza. Había algo extremadamente provocador en este sistema obstinadamente pacífico; no le quedaba a Brom otro recurso que proceder con la rusticidad de su naturaleza y hacer a su rival objeto de toda clase de bromas. Crane se convirtió en la víctima de las juguetonas persecuciones de Bones y sus amigos. Estos invadieron sus hasta entonces pacíficos dominios y disolvieron una reunión de su clase de canto, tapando desde afuera la chimenea. A pesar de sus formidables cerrojos y precauciones, entraron una noche en su escuela y pusieron todo patas arriba, por lo cual, a la mañana siguiente, el pobre maestro de escuela empezó a creer que todas las brujas de los contornos se habían reunido allí. Pero lo que era aun más molesto, Brom no desperdiciaba oportunidad de ponerle en ridículo delante de la elegida de su corazón. Trajo un perro, verdadero campeón de los sinvergüenzas entre los de su raza, al que había enseñado a aullar de la manera más afrentosa, y lo presentó como rival de Crane, capaz de darle a ella lecciones de canto.
     De este modo prosiguieron las cosas, sin producirse ningún choque entre ambas potencias beligerantes. En una bella tarde de otoño, Crane, bastante pensativo, estaba sentado en su trono, una silla alta, desde la cual vigilaba todos los negocios de su pequeño imperio literario. Tenía en la mano la palmeta, símbolo de su despótico poder.
     La vara con que se administraba justicia reposaba detrás del trono, desde donde era perfectamente visible como perpetua advertencia para los malos. Sobre la mesa se veían numerosos artículos de contrabando y armas prohibidas, secuestradas a los chiquillos: manzanas a medio morder, hondas, trompos, jaulas para moscas, y toda una colección de gallos de pelea, lindamente cortados en papel. Aparentemente, hacía poco que se había administrado algún terrible acto de justicia, pues todos los escolares estudiaban sus libros con extraordinario ahínco, o hablaban en voz muy baja entre ellos, sin perder de vista al maestro. Reinaba en toda la escuela un silencio como el de una colmena de abejas. Fue interrumpido por la aparición de un negro, que llevaba un resto de sombrero redondo, como el casco de Mercurio; montaba un infame caballejo, que por lo visto no sabía lo que era la doma, y al que manejaba con un ronzal, en lugar de brida. Cayó a la escuela con una invitación para Crane a asistir a una reunión que se celebraría aquella noche en casa de Mynheer Van Tassel. Después de haber entregado su mensaje con ese aire de importancia y ese esfuerzo por hablar de lo fino que es propio de un negro en embajadas de esa clase, cruzó el arroyuelo y se le vio dirigirse hacia el extremo del valle, lleno de la importancia y urgencia de su misión.
     Todo era ahora prisa y tumulto en la escuela. Crane instó a los alumnos a que ganasen tiempo en sus lecciones, sin preocuparse de niñerías. Los que eran ágiles se tragaron la mitad; los remisos recibieron, de cuando en cuando, unos golpes suaves, allí donde termina la espalda, para que se apresuraran o pudiesen leer una palabra larga. Se dejaron a un lado los libros, sin guardarlos en los cajones, se volcaron los tinteros, los bancos quedaron patas arriba, y toda la escuela quedó en libertad una hora antes del tiempo usual. Todos los diablos encerrados en ella salieron al campo, aullando y haciendo toda clase de maldades, alegres por su pronta emancipación.
     El galante Crane pasó por lo menos una media hora extraordinaria, arreglando y cepillando su ropa: un único traje negro. También se arregló sus tirabuzones, delante de un pedazo de espejo, que colgaba de uno de los muros de la escuela. Para poder aparecer ante la elegida de su corazón como un verdadero caballero, pidió prestado un caballo al granjero en cuya casa se aposentaba por aquellos días, que era un colérico viejo holandés, llamado Hans Van Ripper. Provisto de caballería, salió, como un caballero errante, en busca de entuertos que deshacer. Conforme al verdadero espíritu de una historia romántica, debo describir algunos detalles de mi héroe y su cabalgadura. El animal que montaba era un caballo de arar, medio deshecho, que había sobrevivido a todo, excepto a sus propias malas intenciones. Era flaco y su pelo nunca había sido cuidado; tenía el cuello de un borrego y una cabeza como un martillo; sus crines formaban toda clase de nudos; uno de sus ojos había perdido la pupila, por lo que parecía incoloro y espectral, pero el otro brillaba como el de un verdadero demonio. A juzgar por el nombre de Pólvora, debía haber tenido fuego y brío en su juventud. Había sido el caballo de silla favorito de su amo, el colérico Van Ripper, que era un jinete furioso y que muy probablemente había infundido al animal algo de su propio espíritu, pues aunque parecía viejo y matalón había en él más de un demonio en acecho que en cualquier potrillo de aquellos lugares.
     Crane era una figura digna de tal cabalgadura. Montaba con estribos cortos; sacaba los codos hacia afuera como un saltamontes; llevaba el látigo perpendicularmente, como un cetro; cuando el caballo se movía, el movimiento de sus brazos recordaba las alas de un ave. Un mechón de pelo le caía sobre la nariz, pues así se podía llamar a su estrecha frente. Los faldones de su levita flotaban al aire, haciendo la competencia a la cola del jamelgo. Tal era el aspecto que ofrecían jinete y cabalgadura, cuando salieron de los campos de Van Ripper: aparición que no es corriente encontrar en pleno día.
     Como ya lo he hecho notar, era una bella tarde de otoño: el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza llevaba aquel ropaje rico y áureo que siempre asociamos con la idea de la abundancia. El bosque tenía un color amarillo y pardo; algunos árboles menos resistentes, a los que habían herido los crudos fríos, mostraban una intensa coloración: anaranjada, púrpura y escarlata. Empezaban a aparecer bandadas de patos silvestres.
     Los pajarillos se despedían. Recorrían al son de su propia música todo el bosque, de árbol en árbol y de arbusto en arbusto. Mientras proseguía lentamente su camino, sus ojos siempre despiertos a todos los síntomas de la abundancia culinaria, recorría con la imaginación todos los atrayentes tesoros propios de la estación. Veía por todas partes una gran cosecha de manzanas: algunas colgaban opulentas de los árboles, otras se encontraban ya en cestos, prontas para ser enviadas al mercado, otras se amontonaban para la prensa de sidra. Más allá veía extensos campos de maíz cuyas doradas panojas sobresalían entre el follaje y que prometían dorados pasteles y maíz tostado; debajo de ellos veía los melones que exponían al sol sus tambaleantes vientres, y que prometían suculentos pasteles; enseguida pasé por fragantes campos de trigo, y respiró más allá el aroma de una colmena, ante lo cual se le anticipó el desayuno, bien provisto de manteca y miel por la delicada mano de Katrina van Tassel. Alimentando así su mente con dulces pensamientos y azucaradas hipótesis, prosiguió su viaje por unas colinas que permiten contemplar el más bello paisaje del poderoso Hudson. Gradualmente el sol hundía su ancho disco por occidente. El amplio seno del Tappaan Zee yacía inmóvil y vidrioso, si se exceptúa alguna suave ondulación que prolongaba la sombra azul de las distantes montañas. Unas pocas nubes de ámbar flotaban en el cielo, sin que las moviera ninguna brisa. El horizonte era de un fino tinte áureo, que se transformaba gradualmente en un verde manzana y de ahí en un profundo azul. Un rayo de luz se detenía en el boscoso límite de los precipicios que en algunos puntos forman la costa del río, dando mayor profundidad al gris obscuro y al púrpura de las rocas. A la distancia una pequeña embarcación avanzaba lentamente, llevada por la corriente de la marea; sus velas colgaban inútiles de los mástiles. La imagen del cielo sobre las tranquilas aguas inducía a creer que la embarcación estaba suspendida en el aire.
     Crane llegó al castillo de Heer Van Tassel, a la caída de la tarde. Estaba ya lleno de la flor y nata de las regiones adyacentes. Los viejos granjeros, una raza taciturna de rasgos enérgicos, vestían levitas y pantalones cuyo tejido habían hilado en casa, medias azules y zapatos grandes. Sus mujeres llevaban cofias, jubones cortos, faldas, cuyo tejido habían hilado ellas mismas, y bolsas de indiana a los costados. Las jovencitas, gordezuelas, vestían de una manera tan anticuada como sus madres, excepto que algunas llevaban un sombrero de paja, un cintajo o una falda blanca, síntomas de la influencia de la ciudad. Los muchachos usaban levitas, llenas de brillantes botones de bronce, llevando el pelo atado en una coleta sobre la nuca, de acuerdo con la moda de la época.
     Brom Bones era el héroe de la fiesta, a la que había llegado en su cabalgadura favorita, Diablo Audaz, la que, como él, estaba llena de malas artes y de brío, y que nadie sino él podía manejar. Prefería siempre los caballos viciosos, aficionados a toda clase de mañas, sobre los cuales el jinete se encuentra en constante riesgo de romperse los huesos, pues era de opinión que un caballo bien domado y dócil es indigno de un verdadero hombre. Me gustaría detenerme sobre el conjunto de encantos que se presentó a la entusiasmada mirada de mi héroe cuando entró en la sala de visitas de la casa de Van Tassel. No los de aquella compañía de muchachas gordezuelas con su lujoso despliegue de blanco y rojo, sino los de una verdadera mesa holandesa en los ricos tiempos de otoño. Tal era el conjunto de pasteles, los unos encima de los otros, de variadísimas y casi indescriptibles clases, sólo conocidas por las experimentadas cocineras holandesas. Allí se encontraban todos los miembros de la amplia familia de la repostería. No faltaba tampoco la de las empanadas, además de tajadas de jamón y de carne de ternera ahumada, sin contar los deleitables platos de ciruelas, peras y otras frutas en compota. Tampoco faltaba el pescado cocido y los pollos asados, sin contar los cuencos de leche y de crema, todo entreverado lo uno con lo otro, casi en el mismo orden que lo he enumerado, presidido por la maternal tetera que arrojaba nubes de vapor. Debo tomar aliento y tiempo para detallar este banquete como se merece, y tengo los mejores deseos de proseguir rápidamente con mi historia. Felizmente, Crane no tenía tanta prisa como su cronista, por lo que hizo los más cumplidos honores a todos los platos.
     Era una criatura bondadosa y agradecida cuyo corazón se dilataba en proporción a la cantidad de alimento ingerido y cuyo espíritu se elevaba comiendo, exactamente como les ocurre a otros hombres cuando beben. No podía menos de entusiasmarse con la posibilidad de que algún día fuera dueño y señor de este lujo y esplendor casi inimaginable. Pensó cuánto tiempo tardaría entonces en despedirse de la vieja escuela, castañeteando los dedos en señal de despedida en la misma cara de Hans Van Ripper y cualquiera otro de sus otros tacaños protectores, así como en echar a puntapiés a cualquier pedagogo andante que se atreviera a llamarle colega.
     El viejo Baltus Van Tassel se movía entre sus huéspedes con una cara dilatada por la satisfacción y el buen humor. Su hospitalidad como jefe de la casa era corta pero expresiva, limitándose a estrechar la mano, dar una palmada en los hombros, reírse fuertemente e insistir en que los invitados se acercarán a la mesa y se sirvieran ellos mismos.
     En aquel momento se oyó en el cuarto mayor la música que invitaba al baile. Tocaba un anciano de color, de pelo gris, que era la orquesta ambulante de los contornos desde hacía más de medio siglo. Su instrumento era tan viejo y había recibido tantos golpes como él mismo. La mayor parte del tiempo se limitaba a rascar dos o tres cuerdas, acompañando todo movimiento del arco con otro de la cabeza, inclinándose casi hasta el suelo y golpeando con el pie cuando una nueva pareja iba a empezar.
     Crane se enorgullecía tanto de su habilidad en el baile como de su arte para cantar. Ni un hueso ni un músculo de su cuerpo quedaba en inactividad al danzar; quien le viese cómo movía su osamenta podía imaginarse que el mismísimo San Vito, bendito patrón de los bailarines, bailaba delante de uno. Era la admiración de los negros de todo pelo y condición que viniendo de la granja y de todas las cercanas formaban pirámides de brillantes caras negras en todas las puertas y ventanas, mirando asombrados la escena mientras mostraban el blanco de los ojos e hileras de marfil de oreja a oreja. ¿Cuál había de ser el estado de espíritu de aquel inquisidor de chiquillos, sino alegre y animado? La dueña de sus pensamientos bailaba con él y sonreía graciosamente a todos sus galanteos, mientras que Brom Bones, poseído de amor y de celos, reflexionaba en un rincón.
     Cuando terminó el baile, Crane se acercó a un grupo de gente más sensata que junto con Van Tassel, fumaba en el porche, charlando sobre tiempos pasados y contando largas historias acerca de la guerra.
     Esta región, en la época a que me refiero, era un lugar altamente favorecido, con abundancia de crónicas de grandes hombres. Las líneas británicas y norteamericanas habían pasado muy cerca de ella durante la guerra, por lo que había sido escenario de saqueos y había sufrido una epidemia de refugiados, cowboys y toda clase de caballeros de la frontera. Había transcurrido justamente el tiempo necesario para que todo el que relatara una historia pudiera aderezarla con un poco de fantasía, y como sus recuerdos ya no eran muy claros, se convertía en el héroe de aquellas hazañas.
     Por ejemplo, se contó la historia de Doffue Martling, un holandés gigantesco de barba negra que casi tomó una fragata británica con un viejo cañón de nueve libras, colocado detrás de un parapeto bajo de barro; sólo que el cañón estalló al sexto disparo. También se encontraba allí un viejo caballero, cuyo nombre no daremos por ser un mynheer demasiado rico para que lo mencionemos a la ligera, quien en la batalla de Whiteplains, siendo un excelente maestro de esgrima, paró una bala de mosquete con un espadín: la oyó silbar contra la hoja y pasó por la empuñadura, en prueba de lo cual estaba dispuesto a mostrar aquella arma blanca, cuya taza estaba ligeramente encorvada. Hablaron otros notables más, que se habían distinguido igualmente en el campo de batalla, ninguno de los cuales dejaba de creer que en gran parte se debía a él que la guerra hubiera terminado felizmente.
     Pero todo esto no era nada en comparación con los relatos de espíritus y aparecidos que se contaron después. La región es muy rica en tesoros legendarios de esta clase. Los cuentos locales y las supersticiones florecen mejor en estos lugares apartados, lejos del ruido del mundo, en los que viven poblaciones largo tiempo asentadas. Pero ese mismo folklore desaparece bajo las pisadas de la población de nuestras localidades rurales. Además, en nuestras ciudades no se fomenta de ninguna manera la actividad de los espíritus, pues apenas han tenido tiempo de echar un buen sueño y darse vuelta en sus tumbas cuando sus amigos sobrevivientes se alejan de la región, por lo que, cuando aquéllos se dedican a rondar de noche, no les queda ningún amigo a quien visitar. Tal vez esta sea la razón por la cual oímos hablar tan rara vez de aparecidos, excepto en la colonia holandesa, hace tanto tiempo establecida entre nosotros.
     Sin embargo, la causa inmediata del predominio de las historias sobrenaturales en estas regiones se debía sin duda a la vecindad del Valle Dormido. El mismo aire que provenía de aquella región encantada producía el contagio, pues inspiraba una atmósfera de sueños y fantasías que infectaba todo el país. Habían acudido a la fiesta de Van Tassel varias personas radicadas allí, que, como era su costumbre, empezaron a contar sus leyendas maravillosas. Se relataron muchas tétricas observaciones de desfiles funerarios, de gritos plañideros y de lamentaciones, cosas todas vistas y oídas alrededor del árbol donde fue tomado prisionero el desdichado mayor André, y el cual existía todavía en la vecindad. Alguien mencionó la mujer vestida de blanco que aparecía cerca de la Roca de los Cuervos, y que hacía oír sus lamentaciones en las noches de invierno, antes de una tormenta, por haber perecido allí en la nieve. Sin embargo, la mayor parte de los relatos se referían al espectro favorito del Valle Dormido: el Jinete sin Cabeza, que últimamente había aparecido muchas veces, recorriendo la región, y del cual se decía que se paseaba de noche por el cementerio, llevando su caballo atado a un cabestro.
     La situación aislada de esta iglesia parecía convertirla en el refugio favorito de inquietos espíritus. Estaba erigida sobre una colina, rodeada de árboles entre los cuales sus muros pintados de blanco relucían modestamente, como un símbolo de la pureza cristiana irradiando a través de las sombras del retiro. La colina desciende suavemente hacia un plateado lago rodeado de árboles, entre los cuales se distinguen a lo lejos las montañas que bordean el Hudson. Cuando se observa el cementerio adyacente, invadido por la hierba y donde los rayos del sol parecen dormirse, uno se siente inclinado a creer que por lo menos allí los muertos pueden descansar en paz. A un lado de la iglesia se extiende un pequeño valle boscoso a través del cual corre un arroyuelo entre rocas y troncos de árboles caídos. Sobre una obscura parte de la corriente, no lejos de la iglesia, se construyó un puente de madera; tanto el camino que conducía a él, como este mismo, estaban sumergidos en la profunda sombra que daban los árboles que lo rodeaban, aun en pleno día, y que de noche producía una terrible obscuridad. Este era uno de los refugios favoritos del Jinete sin Cabeza y el lugar donde se le encontraba más frecuentemente. Se contó la historia del viejo Brouwer, y de cómo encontró al jinete al volver de una excursión al Valle Dormido, cómo tuvo que seguirle, cómo galoparon a través de los bosques y de las praderas, de las colinas y de los pantanos, hasta que llegaron al puente, donde el jinete se convirtió repentinamente en un esqueleto, que arrojó al viejo Brouwer al arroyo y desapareció por encima de las copas de los árboles con el ruido de un trueno.
     Sobrepasó esta historia Brom Bones, quien contó otra maravillosa, en la cual se burló del descabezado, como buen jinete. Afirmó que al volver una noche de la cercana villa de Sing-Sing, se encontró con este jinete nocturno, que se ofreció a correr una carrera con él, por un vaso de ponche, y que la hubiera ganado, pues Diablo Audaz, su caballo, le llevaba ya varios cuerpos de ventaja al espectro equino sobre el que montaba el fantasma, a no ser porque al llegar al puente de la iglesia el soldado de Hesse desapareció en un mar de fuego.
     Todos estos relatos, contados en ese bajo tono de voz con el cual la gente habla en la obscuridad, así como el aspecto de los oyentes, a los que sólo iluminaba algún destello casual de las pipas, impresionaron profundamente a Crane. Pagó generosamente en la misma moneda con amplios extractos de su autor predilecto, Cotton Mather, agregando varios hechos maravillosos ocurridos en su Estado natal, Connecticut, y las terribles visiones que había observado durante sus paseos nocturnos por el Valle Dormido.
     La gente empezaba a retirarse. Los viejos granjeros metían a sus familiares en los carros y durante algún tiempo se les oyó recorrer los caminos y las distintas colinas. Algunas de las damiselas montaron sobre almohadones detrás de sus festejantes favoritos, y sus alegres carcajadas, mezcladas con el golpear de herraduras, se oían a lo largo de los bosques silenciosos, percibiéndose cada vez más débilmente hasta que eran inaudibles. Finalmente, aquel escenario de ruidosa alegría quedó también silencioso y desierto. Sólo Crane retardaba todavía su partida de acuerdo con la costumbre vigente en el país de tener una conversación a solas con la heredera, completamente convencido de que estaba ahora en el camino del éxito. No pretendo decir lo que pasó en aquel coloquio, pues realmente no lo sé. Sin embargo, temo que algo debió andar mal, pues se fue casi en seguida con aire desolado y alicaído. ¡Oh, estas mujeres, estas mujeres! ¿Había estado jugando con él aquella coquetuela? ¿Eran las insinuaciones hechas al pobre pedagogo simplemente una comedia para asegurar la conquista de su rival? Sólo Dios lo sabe, yo no. Baste decir que Crane abandonó la casa sin que nadie lo notara, con cara de aquel que se ha prendido a un palo del gallinero, y no del que ha querido conquistar el corazón de una bella mujer. Sin mirar a derecha e izquierda, ni fijarse en la riqueza que le rodeaba, a la cual había echado tantas miradas envidiosas, se dirigió al establo y a patadas y severos golpes hizo que se levantara su cabalgadura que dormía profundamente, soñando tal vez con montañas de maíz y avena y valles enteros de trébol.
     En esta hora embrujada de la noche, Crane, alicaído y con el corazón lacerado, emprendió el viaje hacia su casa, a lo largo de las colinas que se levantan más arriba de Tarry Town y que había atravesado aquella tarde con tanto entusiasmo. La hora era tan descorazonadora como su estado de ánimo. Muy lejos de él, allá abajo, el Tappaan Zee extendía sus obscuras e indistintas aguas, donde aquí y allí aparecía una embarcación de altos mástiles, que se mantenía anclada a lo largo de la costa. En el silencio completo de la noche, Crane podía oír los ladridos de un perro, al otro lado del Hudson, pero era tan vago y débil que sólo daba una idea de la distancia a que se encontraba este fiel compañero del hombre. De cuando en cuando, el quiquiriquí de un gallo, que se había despertado por casualidad, resonaba a lo lejos, muy lejos, en alguna granja entre las colinas, pero era como los ruidos imprecisos que se oyen en sueños. Ningún signo de vida aparecía cerca de él, sino ocasionalmente el canto de un pájaro o el croar de una rana de un pantano cercano, como si durmiera incómodamente y se diera vuelta en la cama.
     Todas las historias de aparecidos y de espíritus que había oído aquella tarde se acumulaban ahora en su memoria. La noche se hacía cada vez más obscura; las estrellas parecían hundirse más profundamente en el cielo, y las nubes las ocultaban a veces a su vista. Nunca se había sentido tan solo y acobardado. Además se acercaba al mismísimo lugar en el cual habían ocurrido tantas escenas de aparecidos. En el centro del camino se levantaba un árbol enorme que se destacaba como un gigante entre sus congéneres y que era una especie de punto de referencia. Sus ramas eran retorcidas y fantásticas, suficientemente grandes para formar el tronco de un árbol corriente, y se inclinaban hacia la tierra, para elevarse nuevamente en el aire. Estaba relacionado con la trágica historia del desdichado André, que fue tomado prisionero muy cerca de él. Se le conocía generalmente por el árbol del mayor André. La gente lo consideraba con una mezcla de respeto y superstición, en parte por simpatía con la persona cuyo nombre llevaba, y, en parte, por las historias de extrañas visiones y terribles lamentaciones que se contaban acerca de él.
     Cuando Crane se acercó a este árbol terrible, empezó a silbar; le pareció que alguien respondía, pero era sólo el viento que soplaba entre las ramas secas. Cuando se acercó más, creyó ver algo blanco que colgaba del árbol: se detuvo y cesó de silbar; mirando más atentamente comprobó que era un lugar donde el rayo había atacado el árbol dejando al descubierto la madera blanca. De repente oyó un gemido, le castañetearon los dientes y sus rodillas chocaron violentamente contra la silla: era sólo el frotamiento de una rama grande contra otra. Pasó en seguridad el árbol, pero nuevos peligros le esperaban. A una cierta distancia de allí cruzaba el camino un arroyuelo que iba a dar a una hondonada fangosa muy poblada de árboles, conocida por el pantano de Wiley. Unos pocos troncos, colocados los unos al lado de los otros, servían de puente sobre esta corriente de agua. Allí donde el arroyo pasaba bajo el puente, un grupo de árboles crecía tan densamente que arrojaba una obscuridad cavernosa sobre él. Pasar este puente era la prueba más severa. En este mismo lugar fue apresado el infortunado André y bajo aquellos mismos árboles se habían ocultado los que le sorprendieron. Desde entonces, se le consideraba un arroyo encantado. Era terrible lo que sentía un muchacho que tenía que pasarlo después de la puesta del sol.
     Cuando se aproximó al arroyo, su corazón empezó a latir violentamente, a pesar de lo cual reunió todo su valor. Fustigó reciamente a su caballo e intentó atravesar el puente a galope tendido, pero en lugar de avanzar, aquel perverso y viejo animal hizo un movimiento lateral y se echó contra la empalizada. Crane, cuyo miedo aumentó con esa pérdida de tiempo, golpeó al animal del otro lado y le dio algunas enérgicas patadas con el otro pie, pero todo en vano. Su cabalgadura se echó al otro lado del camino cerrado por un bosquecillo de arbustos. El maestro de escuela empleó ahora tanto el látigo como los tacones contra los flacos ijares de Pólvora, que seguía avanzando con grandes bufidos, pero que se detuvo al lado del puente tan repentinamente que casi arrojó al suelo a su jinete. En aquel preciso momento un ruido como de algo que se movía en el agua, al lado del puente, llegó al sensible oído de Crane. Entre las obscuras sombras del bosque, al borde del arroyo, observó una cosa grande, mal conformada, negra y alta. No se movía, pero parecía acechar en la obscuridad, como un monstruo gigantesco, pronto a echarse sobre el viajero.
     Al pobre pedagogo se le pusieron los pelos de punta. ¿Qué debía hacer? Era demasiado tarde para volver grupas y huir, y además, ¿cómo escapar de un caballo fantasma que corría en alas del viento? Haciendo acopio de todo su valor, preguntó con voz temblorosa: «¿Quién es usted?» Nadie le respondió. Repitió su pregunta con voz aun más alterada. Tampoco recibió ninguna respuesta. Aporreó en los costados al viejo Pólvora y, cerrando los ojos, empezó a cantar un salmo con involuntario fervor. Parecía que aquel objeto, causa de todas sus alarmas, había esperado sólo eso para ponerse en movimiento, y de un salto se colocó en el medio del camino. Aunque la noche era oscura, podía distinguirse algo de la forma del desconocido. Parecía ser un gigantesco jinete, montado en un caballo negro de no menores dimensiones. No se presentó ni saludó, sino que se mantuvo solitario en un lado del camino, hasta que avanzó lentamente al lado de Pólvora, que había sobrepasado ya su miedo y sus mañas.
     Crane, que no tenía mucha confianza en aquel extraño compañero que le regalaba la medianoche y que se acordaba de la aventura de Brom Bones con el jinete sin cabeza, espoleó a su cabalgadura, esperando dejarle atrás. El extraño hizo exactamente lo mismo, por lo que se encontró a la par de Crane. El corazón de éste se le quería salir por la boca; intentó proseguir cantando el salmo que había empezado, pero su lengua reseca estaba pegada al paladar y no pudo pronunciar una palabra. Había algo en el opresivo y terco silencio de aquel pertinaz compañero que era misterioso y enloquecedor. Pronto quedó explicado. Cuando el camino empezó a ascender, la figura de su acompañante se destacó sobre el cielo más claro: era un gigante. Crane se quedó aterrorizado al observar que no tenía cabeza, pero su horror llegó al máximo cuando se percató de que la cabeza, que debía estar sobre los hombros, se encontraba sobre la silla, delante del jinete: su miedo llegó a la desesperación. Cayó sobre Pólvora un diluvio de golpes y de espolazos, en la esperanza de dejar atrás a su compañero. Pero el espectro avanzó a la misma velocidad. Corrían sacando chispas del suelo. La levita de Crane volaba por el aire, mientras éste, con el flaco cuerpo inclinado sobre la cabeza del caballo, trataba de huir a todo galope.
     Finalmente llegaron al cruce de caminos de donde se desprende el que va al Valle Dormido. Pero Pólvora, que parecía poseído por el mismo demonio, en lugar de seguir por allí, se desvió y entró por el camino que conducía a las colinas.
     Éste está rodeado de árboles durante un trecho de casi medio kilómetro, donde cruza el puente famoso de la historia del aparecido. Más allá se levanta la pequeña colina, sobre la que se encuentra la iglesia de blancos muros.
     Hasta ahora el pánico de su cabalgadura había dado una ventaja aparente a Crane, que no era muy hábil jinete. Cuando había atravesado la mitad del valle, cedió la cincha y sintió que se deslizaba por debajo de él. La agarró con una mano tratando de asegurarla, pero todo fue en vano. Tuvo tiempo de agarrarse al cuello de Pólvora, la silla cayó a tierra y oyó cómo el caballo de su perseguidor la pisoteaba. Por un momento le asustó el pensamiento de la rabia que sentiría Hans Van Ripper, pues era su montura de paseo, que utilizaba sólo los domingos, pero no tenía ahora tiempo para ocuparse de niñerías. El espectro se acercaba cada vez más, y, como era muy mal jinete, le costaba enormes esfuerzos mantenerse sobre el caballo: algunas veces se deslizaba hacia un costado, otras al opuesto, y a veces caía sobre el animal con tal violencia que temía iba a quedar hecho pedazos.
     Por la relativa escasez de árboles, se imaginó que estaba cerca del puente de la iglesia. Una plateada estrella que se reflejaba en el agua le confirmó en esta creencia. Distinguió los blancos muros, que relucían entre los árboles a la distancia. Recordó el lugar donde había desaparecido el espíritu, que había corrido una carrera con Brom Bones. «Si puedo llegar al puente -pensó Crane- estoy salvado». En aquel momento oyó muy cerca de él la negra cabalgadura de su perseguidor, y hasta se imaginó que sentía su cálido aliento. Otro golpe en las costillas y el viejo Pólvora saltó hacia el puente, cuyas tablas resonaron bajo sus pisadas, llegó al lado opuesto, desde donde Crane miró hacia atrás para ver si su perseguidor, de acuerdo con todos los relatos, desaparecía entre llamaradas de fuego y azufre. Vio entonces que el fantasma se ponía de pie sobre el caballo y se disponía a tirarle con su testa. Crane trató de hurtar el cuerpo a tan horrible proyectil, pero era demasiado tarde: la cabeza del jinete que carecía de ella, dio en la suya con tal fuerza que lo arrojó del caballo al suelo, desde donde pudo ver pasar a Pólvora y al caballo negro con su jinete como una exhalación.
     A la mañana siguiente, Pólvora apareció sin silla y con la brida entre las patas, mordiendo tranquilamente el pasto en los terrenos de su dueño. Crane no se presentó a la hora del desayuno, ni tampoco a la de la comida. Los escolares, que se encontraron en la escuela a la hora acostumbrada, pasaron el tiempo en la orilla del arroyuelo, pero el maestro no aparecía. Hans van Ripper empezó a sentir preocupación por el pobre Crane y por su silla. Se inició una diligente investigación que pronto permitió descubrir algunos hechos. Se encontró la montura en un cierto lugar del camino que conducía a la iglesia, pero estaba completamente inservible. Las huellas de los caballos se marcaban profundamente en el suelo, lo que demostraba que habían corrido a una velocidad fantástica. Llegaban hasta el puente, donde se encontró, junto al arroyo, el sombrero del infortunado Crane y pedazos de un melón.
     Se rastreó el río, pero no pudo descubrirse el cuerpo del maestro de escuela. Hans van Ripper, en cuya casa se encontraban sus efectos, los examinó. Consistían en dos camisas y media, dos cuellos, un par de calcetines de lana, un par de trajes viejos, una enmohecida navaja de afeitar, un libro de salmos, lleno de marcas, y un silbato roto que utilizaba en sus clases de canto. En cuanto a los muebles y libros de la escuela, pertenecían a la comunidad, excepto la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, de Cotton Mather, un almanaque de Nueva Inglaterra y un libro de sueños y adivinación, entre cuyas hojas se encontraba un papel que contenía una infortunada tentativa de escribir unos versos en honor de la heredera de Van Tassel. Hans van Ripper arrojó a las llamas aquellos libros junto con la tentativa poética. Desde aquella fecha se decidió a no mandar más sus hijos a la escuela, en pro de lo cual alegaba que no había visto nunca que el leer o escribir condujera a nada bueno. Como el maestro de escuela había recibido su paga uno o dos días antes, cualquiera que fuera su haber debía tenerlo consigo cuando desapareció.
     En la iglesia se comentó mucho este extraño hecho. Se discutió el asunto y se expusieron toda clase de hipótesis en el cementerio, en el puente y en el lugar donde se había encontrado el sombrero y el destrozado melón. Se recordaron las historias de Brouwer, de Bones y muchos otros. Después de considerarlas atentamente y compararlas con las circunstancias del presente caso, llegaron a la aflictiva conclusión de que el jinete sin cabeza se había llevado a Crane. Como era soltero y no tenía deudas, nadie se preocupó más por él. Se trasladó la escuela a otra parte del valle y otro pedagogo asumió el puesto en su lugar.
     Cierto es que un viejo granjero que estuvo en Nueva York varios años después, y por el cual se conoce esta historia, contó al volver que Ichabod Crane vivía y que había abandonado el valle, en parte por miedo al fantasma y a Hans van Ripper, y, en parte, por haberle mortificado muchísimo la negativa de la heredera. Agregaba que se había trasladado a una parte distante del país, que había seguido enseñando e iniciado el estudio de la jurisprudencia, combinando ambas cosas, hasta que recibió su título de abogado; que se había dedicado después a la política y al periodismo y que finalmente había ingresado en la magistratura con un grado subalterno. Brom Bones se casó con la bella Katrina, poco después de la desaparición del maestro. Algunos observaron que cuando se contaba la historia de Crane, Brom Bones estallaba en carcajadas al oír mencionar el melón, lo que inducía a muchos a pensar que sabía más que lo que quería decir.
     Las viejas, sin embargo, los mejores jueces en esta materia, afirman hasta el día de hoy que Crane desapareció por medios sobrenaturales, lo que constituye su historia favorita de las noches de invierno. La novia se convirtió en el objeto de un terror supersticioso, razón por la cual se cambió también el camino, para poder llegar a la iglesia sin pasar por el puente. Como la escuela no se utilizaba, pronto empezó a convertirse en una ruina; se murmuraba que aparecía por allí el espíritu del infortunado pedagogo, y más de un joven labrador que se dirigía a su casa, al pasar por allí, en una tranquila noche de verano, creía oír la voz de Crane que entonaba un melancólico salmo, en la tranquila soledad del Valle Dormido.
«Post scriptum»
     Encontrado entre los manuscritos del señor Knickerbocker.
     He reproducido el cuento que antecede casi exactamente como me lo contaron en una reunión del municipio de la noble ciudad de Manhattan, a la cual se presentaron muchos de sus más prudentes e ilustres burghers. El que lo contó era un hombre agradable, de traje raído, ya entrado en años, de aspecto señorial, y cuyo rostro tenía una expresión a la vez burlona y triste. Sospecho que era pobre, pues hacía tantos esfuerzos por parecer agradable. Cuando terminó su cuento, todos se rieron, distinguiéndose por sus sonoras carcajadas dos o tres concejales, que habían estado dormidos casi todo el tiempo. Entre nosotros se encontraba además un caballero de edad, enjuto, de espesas cejas, y que durante todo el relato se mantuvo serio y hasta grave. Cruzaba los brazos, inclinaba la cabeza y miraba al suelo, como si reflexionara sobre una duda. Era uno de esos hombres precavidos que nunca se ríen, sino cuando tienen razón y la ley de su parte. Terminadas las carcajadas de los presentes y luego que se hubo restablecido el silencio, apoyó un brazo en la silla y preguntó con un leve pero sabio movimiento de la cabeza, contrayendo al mismo tiempo las cejas, cuál era la moraleja de la historia y qué pretendía demostrar.
     El que había contado este relato y que se disponía a llevar a los labios un vaso de vino para refrescarse después del esfuerzo cumplido, miró al otro con un aire de infinita cortesía y, colocando lentamente el vaso sobre la mesa, explicó que el cuento tendía a demostrar de la manera más lógica lo siguiente:
     No existe ninguna situación en la vida que no tenga sus ventajas y sus alegrías, siempre que seamos capaces de aguantar una broma.
     En consecuencia, el que se atreve a correr una carrera con un fantasma, es probable que salga bastante mal parado.
     Ergo, que es una suerte que un maestro de escuela reciba una negativa al pedir la mano de una heredera holandesa, puesto que así se le abre el camino para más elevadas actividades.
     El cauto caballero enarcó diez veces las cejas ante esta explicación, quedando muy extrañado de la racionalidad del silogismo. Me pareció notar que el narrador de esta historia le observaba con mirada triunfadora. Finalmente, su contradictor dijo que todo eso estaba muy bien, pero que creía que el relato era bastante extravagante y que había uno o dos puntos sobre los cuales tenía sus dudas.
     «Palabra de honor -replicó el que había contado la historia-, en lo que a eso respecta, yo mismo no creo ni la mitad».
D. K.